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"Río", de Cuper Escobar (Fotografía "Río", de Martín Fabián)

El escritor Cuper Escobar nos comparte su cuento "Río" (Fotografía "Río", de Martín Fabián) 
Mis padres están obsesionados con el río. No con un río definido, sino con todos. El que nos queda más cerca, a unos pocos kilómetros de casa, nunca cubre sus expectativas. Pero alcanza. Aprovechamos cada tiempo libre. Preparamos unas viandas, algunas botellas con jugo de durazno y caminamos despacio hasta llegar al sendero. El final del sendero es un portón de madera caído hacia un costado. Apenas se sostiene por algunos alambres que resisten la intemperie.
A veces íbamos al río los días de semana. Es decir, cualquier día del lunes al viernes. Los sábados y domingos no son días de la semana. Un martes estaba sentado junto a mi padre. Me estaba narrando una teoría que afirma la procedencia acuática de la especie humana; mientras, hurgaba con una ramita en esa mezcla de arenilla y piedras diminutas que anteceden al río. Mi madre apoyó su mano en mi hombro y pidió que la ayudara a extender la sábana que nos funcionaba como mantel. Había viento. Mientras sus ojos saltaban de un objeto a otro, como quien desea visualizar mentalmente la organización del espacio, me dijo que a lo mejor no era hijo de ellos. Hubo un silencio. Se sentó y me sirvió un vaso de jugo. Sus manos no temblaban, se mostraban convencidas y yo pude ver sus venas, como ríos azules que se bifurcan, pero que siempre son el mismo río.
Aparentemente, yo no soy del mismo río que ellos, pero vamos al río cada vez que podemos. Mi padre es más conversador de noche. Le gusta reciclar algunos recuerdos de su infancia, los pocos que conoce, y desplegarlos sobre el río, como un rompecabezas. También se le da por fumar de noche. Debe ser un vicio heredado. Según cree recordar, le habían contado que su abuelo estaba fumando la noche en que lo encontraron tirado cerca del cementerio de la Chacarita, con los pelos bien pegados a la sien por la sangre secada. La yuta le había dado de lo lindo, pero pudo darse el último gusto, decía mi padre, mientras fumaba, chupando con fuerza el cigarrillo. Cuando terminaba prendía otro, pero era para mí. Yo fumaba, con la convicción de que esas costumbres familiares, mínimas, pero imprescindibles, también eran las mías. Contemplar el río o morir en una calle empedrada a comienzos del siglo XX tenían el mismo sentido.
Mi madre, sorprendida, me preguntó qué hacía arrojando piedras al río. Eran perfectos cantos rodados, suaves y gastados. No quería desprenderme de ellos, pero no me pertenecían. Me gustaba ver cómo desaparecían en el agua.
De espaldas a nosotros, mi padre se alejaba por la costa. Era robusto y a pesar de la distancia se distinguían los brazos fibrosos, macizos; típica contextura física de las personas que dedican su vida a cargar bolsas de cemento y cavar pozos. Mi madre me dijo que no me preocupara, ella tampoco era hija de su padre. Me quedé esperando algún movimiento de manos o de brazos que acompañara el silencio que abrió la última palabra, pero ese día se había levantado una brisa fresca y las manos de mi madre estaban resguardándose en los bolsillos de su saco. Era un saco que nunca usaba, excepto cuando se le ocurría vaciar el ropero para buscar algo, para remover cosas, o para ventilar las ropas que se guardaban allí.
Pienso en el río, en su vehemencia. Su fluir es como una verdad irrebatible. O mejor, una afirmación. Este soy yo y estoy aquí, diría. Me desplazo y nunca nadie, ni nada, podrá interrumpirme. Ni siquiera esos gigantes bloques de concreto gris, verticales, como cortes represivos. Avanzo sin detenerme hacia el mar, donde confluyen todos los que son como yo, diría. Las sombras recaen en mí, se proyectan sobre mi espesura porque yo no tengo sombra, me reduzco a refractar la luminosidad del exterior para que el resto de los seres puedan ver el reflejo de sus rostros, el aletear de los pájaros, las nubes. También pueden alimentarse de mí, diría.
El sol empezaba a desaparecer del otro lado de la costa. Empezaba a refrescar. Mi madre abrazó por la espalda a mi padre. Estaban los dos contemplando el gran río desbocado. Ya no quedaba nadie.