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Reseña de Jajaja, de Inés Acevedo


Una reseña de Jajaja (Mansalva) a cargo de Almendra Castillo. 
Una ruptura con una amiga ingrata en una lencería, la autobiografía de una flor arrancada, un recorrido por el barrio de microcentro a través de las pizzerías estrella de la zona –Banchero, Güerrin, El palacio de la pizza–, el nacimiento de unas comadrejas en el campo y un primer cigarrillo fumado a escondidas,  el babysitting de un perro de country en un departamento, un criadero de cucarachas hecho por amor, una expedición a un planeta lejano, son algunas de las escenas que me seducen –para usar un verbo de Dalia Rosetti en la contratapa del libro– de las veintitrés narraciones de Jajaja. Inés Acevedo escribió los cuentos que se agrupan en el libro entre 1998 y 2016, es decir, entre los quince y los treinta y dos años. Quizás a esto se deba la pluralidad de procedimientos, voces, tópicos, géneros, tonos y estilos que aparecen en los cuentos, o quizás no. Me viene a la memoria el prólogo de Elvio Gandolfo a los Cuentos completos de Fogwill, donde dice algo así como que ese libro recopila cuentos de distintos autores que tienen el mismo nombre: Fogwill. Algo parecido me pasa con Jajaja, me cuesta encontrar la unidad por momentos, a la vez que pienso que si algún día me topo con un texto de ella sin saber que lo es, casi seguro voy a reconocerla.
 En una entrevista que le hace Marina Yuszczuk para el suplemento Las 12 de Página/12, Acevedo dice que algunas veces trabaja con lo que ella llama “la copia”. Así, encontramos en Jajaja cuentos como “La niña de la luna”, donde quien narra parece estar jugando, como una niña que se pone la ropa de la abuela, a imitar el tono de algunos cuentos de Silvina Ocampo –el nombre de la protagonista, “Lyvia”, también podría ser una deformación del de “Livia” de “Las invitadas”–. O cuentos como “The old King”, que es una reescritura de “Canto a mí mismo”, donde leemos “Tengo treinta y ocho años, estoy en perfecto estado de salud, y así espero continuar por cincuenta años más”.

 En los cuentos de Inés Acevedo me río muchas veces a causa de la identificación que me genera la exposición del patetismo, como en “Un beso en la oscuridad”, cuando la protagonista se queda en el medio de una fiesta de pseudo celebridades con una taza de té y medio dormida, cerca de la agorafobia; o cuando en “La avalancha”, la protagonista que está a punto de morir congelada se pregunta si será saludable comerse un chocolate y fumarse un cigarrillo al mismo tiempo. Otras veces, me río porque me parece que la narradora se ríe de mí, como en “Música country”, donde después de enojarme cuando leo algo así como que lo más importante para una mujer es la descendencia, leo “¿Se enojaría una mujer feminista?”. Es que sí, para Inés Acevedo la literatura es en un punto una conversación, como dice en la misma entrevista de Las 12: “No digo que hay que escribirle a un lector, pero sí imaginar por qué estarías contando esa historia y a quién. Si no está eso, es como que la voz se pierde. Las ganas de contar tienen que ver con querer comunicarte con el mundo, no con escribir algo lindo”.