El escritor Antonio González nos comparte su cuento "Ring", ilustrado por Juan Reca.
-La clave
es no perder el equilibrio –me dijeron–. Pueden ser muchos, pero no podés tocar
el suelo. Respirá profundo. Siempre tenés que buscar el claro. Nunca te quedes
solo contra la pared. Nunca. Recordá: suelo y pared, no.
-¿Y qué
pasa si me caigo? –consulté.
-Hacete
bichito bolita y resistí. Otra no te queda.
Cuando las cosas vienen feas, nunca suelo ni
pared. Cosas que a uno le enseñan cuando chico.
***
Tener un metro ochenta y pico altera la visión
que se tiene de la gente. Uno suele cometer, con bastante facilidad, algunos
atropellos. Uno, literalmente, se lleva puestas muchas cosas. Esto, según le
comentaron a mi madre, tiene su origen en la adolescencia. Cuando el cuerpo
crece en forma desmedida la noción del espacio permanece igual que si uno
tuviera quince centímetros menos. Esta monstruosa transformación no solo es
padecida por el individuo en cuestión sino también por todos los que lo rodean.
Mi caso no fue la excepción.
***
Cuando era chico, Chamorro era mi enemigo predilecto.
Mirá cómo serán las cosas, que ni siquiera recuerdo su nombre, solo su
apellido. Teníamos once o doce años. Cada recreo era una excusa para surtirnos
a golpes. Recuerdo, con énfasis, mis nudillos contra sus pómulos. Recuerdo
también el moretón que me dejó en el ojo izquierdo. Éramos dos perros enojados
que se buscaban porque no sabían hacer otra cosa.
Chamorro era un raquítico intelectualoide que
contradecía todo lo que yo decía. Tenía una risa nerviosa, como de ganso. Por aquellos tiempos, yo había teorizado al respecto.
“Tiene branquias, o algo así”, solía repetir. “Qué hijo de puto que era”,
pienso. Después supe que tenía asma.
Al principio, nuestros compañeros festejaban
cada vez que nos veían pelear. Cuando fueron pasando los enfrentamientos y los
rounds, decidieron que ya no era chistoso. Darío Gauna, el tipo más bravo del
colegio, se hizo cargo de nosotros. Era una especie de patriarca de los malos,
un líder silencioso que solo esperaba paz y obediencia. Pero tenía con qué.
Nadie se metía con Darío porque solía ir enfierrado a la escuela. Recuerdo que
en la última pelea con Chamorro llegó a separarnos con ayuda de Jorge, marcó la
cancha de una manera espectacular. “Esta es la última vez que te rescato”, me
dijo, mientras me apretaba del cogote y me dejaba sin aire. Era casi una
fórmula de cortesía y de respeto.
Años más tarde puedo entender que esa
rivalidad era, por lo menos, patética. Los dos veníamos de familias
destrozadas. Los dos teníamos padres en la Fuerza. Teníamos más cosas en común
que ningún otro par de compañeros de esa escuela. Todo, salvo que él era
bostero y yo soy un cuervo bastante pesado. Un detalle pequeño, al fin de
cuentas.
Cierta vez, me lo crucé en la estación Carlos
Gardel. Iba en otro vagón, ofuscado, en su propio mundo. Seguía siendo el mismo
raquítico y escuálido muchacho; no sé por qué sospeché que conservaba la misma
histriónica risa. Tengo que admitir que sentí curiosidad, pero no quise revivir
aquella vieja bronca de nenes. Después, nunca más supe de él.
***
El otro día encontré de casualidad el libro Tres
guineas, de Virginia Woolf. Cuánta delicadeza, amor y fiereza para hacerme
sentir un pelotudo. Cuenta la historia que, en los últimos días de la Guerra
Civil Española y con la Segunda Guerra Mundial en ciernes un abogado redacta
una misiva a la afamada escritora feminista. Woolf no lo podía creer: “¿Cuándo
se ha dado el caso que un hombre culto (...) pregunte a una mujer cuál es la
manera (...) de parar la guerra?". La respuesta a esa carta le tomó tres años.
Pero la escribió.
***
Los últimos años en la escuela fueron un
suplicio. Los enfrentamientos habían mermado, por insistencia materna (por un
lado) y por amenaza de muerte (por el otro). Sin embargo, una voz apareció
entre el caos, para poner paños fríos. Una voz y un libro.
-Tenés un
gran dominio del cuento corto -me dijo Gonzaga, el profesor de literatura en
una carta, después de ganar el premio de narrativa de la escuela.
Gonzaga era un personaje extravagante, que
siempre andaba apurado y siempre daba cinco consignas cada clase. Usaba siempre
las mismas camisas y pantalones gastados. A la distancia, resulta claro que su
texto era un halago exagerado. Pero, desde luego, fue el puntapié inicial a
esto que hago hoy.
¿Cuál era el tema del cuento? Una pelea en la
que resultaba victorioso. Salvo el final, habían sido hechos reales.
***
Escriben sobre Virginia, la mujer que te
acaricia y te destroza con amor: “Woolf ha sido capaz de desmenuzar el logos
masculino, la simbólica viril que construye la relación entre autoritarismo,
cultura de privilegios/poder masculino (patriarcado) y la generación de la
guerra”.
Más adelante: “Disparar ha sido un juguete y
un deporte de los hombres en la caza y en la guerra, para ustedes, en la lucha,
hay cierta gloria, cierta necesidad, cierta satisfacción que nosotras jamás
hemos sentido ni gozado; para ustedes la guerra es una profesión; una fuente de
realización y diversión; y también es cauce de viriles cualidades sin las
cuales los hombres quedarían menoscabados y que nos hace imposible comprender
los impulsos que inducen a ir a la guerra”.
Dicho de otra forma: placer, satisfacción,
virilidad. Toda esa pavada de “ser hombre”. ¿Los hombres qué somos, en este
caso? Unos pelotudos que buscan la gloria. Pero sobre todas las cosas, unos
pelotudos.
***
La secundaria fue la victoria del chamuyo.
Tras una fuerte discusión familiar, logré asilo en lo de mi tía Clara. Logré,
de esta manera, alejarme de la fuente del conflicto, un poco más de
independencia. Pero también acercarme al Nacional, fuente inagotable de
anonimatos en la que podía sumergirme.
La única pelea que recuerdo en este período
fue en defensa propia. Yo caminaba con mi novia, volvíamos de San Justo. Eran
las tres de la mañana de un sábado relativamente tranquilo. Estábamos yendo a
tomar un remís, cuando un Fiat Palio rojo se detuvo y del auto se bajó un tipo
a los gritos y empezó a golpearme. Mi novia corrió unos metros y empezó a
gritar por ayuda. Yo recibí unas trompadas, pero en cuanto me despabilé, la situación
se volvió a mi favor. El tipo quedó sangrando, confundido y puteando. El amigo,
que bajó a socorrerlo, también recibió un par de tortazos.
Nada heroico. Típica pelea de borrachos: gana
el que menos escabió.
***
La universidad significó el descubrimiento de
una buena nueva. Ya no hace falta destrozarse a piñas; la discusión política
ocupa ese lugar.
Una mujer
me decía por aquellos años:
-Cuando uno
discute, se demuestra quién es, qué clase de tipo se es en la cama.
Y yo, que venía de una familia discutidora,
rápidamente supe tomar un registro, una forma del decir acorde a la
circunstancia. Esta característica biológica, diría, se transitó por los
pasillos y por el Centro de Estudiantes con algún éxito. Me decía esta misma
persona:
-¿Como no vas
a ser bueno para discutir con los troskos con la familia de mierda que tenés?
***
Hace poco tuve la oportunidad de acercarme a
mi viejo, de conversarlo, de escucharlo. Necesitaba cerrar algunas ideas,
procesos. En el medio, le hice un pedido extraño.
-¿Me das tu
gorra? Ahora que te vas a jubilar, yo la voy a cuidar —le dije.
Victoria
solapada: tras casi treinta y cinco años de servicio, perdió la voz de mando.
Ahora la gorra está guardada en un cajón. Mi viejo es un civil más.
***
Libro: Historias de conceptos. Autor:
Reinhart Koselleck. Allí, el historiador ensaya un recorrido sobre algunas
palabras clave del pensamiento occidental. Recaigo en la definición de enemigo.
“Toda la historia puede entenderse en función de las constelaciones dentro-fuera
(...). Un enemigo señala un allá y un acá, señala lo conocido y lo
desconocido”.
Allí, Koselleck plantea si el lenguaje es
responsable de la separación de lo que nace igual. El argumento es el
siguiente: si alguien plantea que algo es negro, lo blanco aparece
automáticamente como su opuesto, aunque haya que inventarlo. “El contraconcepto
articula la autodeterminación de un acto: lo hace distintivo (...). Entonces,
acecha la hostilidad”. Koselleck se justifica, defiende como puede a las
palabras: “La lengua es una condición necesaria, pero no suficiente para crear
un enemigo (...). Aunque hablar sea hacer, eso no implica que cada hecho sea un
acto de habla".
Pasando en limpio: cuando digo quién soy, digo
quién no soy. Cuando afirmo, también puedo caer en la tentación de ser hostil.
Dicho de otra forma: un enemigo puede ser la excusa para pensar quién soy.
***
Pelea mientras cursaba en la universidad:
salida con amigos, borrachera complicada, me cruzo con quien no me tengo que
cruzar. Vuelan los puños, hay varios empujones. Situación: cinco contra uno.
Ese uno soy yo. Resultado: chichones varios, ningún hueso roto, solo los labios
hinchados. Cabaña aparece de la nada y consigue sacarme del tumulto. Me escapo
de los patovas y empiezo a correr diez cuadras. Por la furia, Cabaña no me
podía parar. Según me cuenta, en determinado momento consigue tirarme al piso.
Me tacleó, según sus palabras. En eso pasa un patrullero y pregunta qué pasa.
-Está un
poco confundido, mi amigo, se siente mal -dice.
Entonces,
llaman a la ambulancia y me vienen a buscar. Recordé aquel lejano consejo de la
infancia.
-Recordá:
suelo y pared, no.
Y cumplí. Estoy salvado. Cabaña: gran amigo.
Entreabro los ojos: es el hospital.
***
Pienso en Woolf, en Sontag, en Kosselleck, en
tantas cosas. Pienso, sobre todo, en qué se puede construir si lo que uno sabe
es discutir y pelear. Pienso y sé que puedo cambiar.
***
Después de varios días de fiebre, consigo
despabilarme. Ya no son los tiempos de la Universidad. Ahora pago un alquiler.
Vivo solo.
Una gripe me tira en la cama y no me puedo
levantar. Miro el celular. Nadie llama. Mi vieja no está. Mi amor tampoco.
Recuerdo aquel lejano consejo de la infancia.
-Recordá:
suelo y pared, no.
Agregaría: no te dejes caer, ni siquiera en la
cama.
Me siento bravo. Deliro. Me siento viejo.
Ya no me puedo enfermar porque nadie me va a
venir a cuidar.
Recuerdo aquel lejano consejo de la infancia.
-¿Y qué
pasa si me caigo?
-Hacete
bichito bolita y resistí. Otra no te queda.
Cosas que a uno le enseñan cuando chico.