Pegó primero y dos veces con las novelas Dogo (2016) y Cruz (2017), finalista del premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra. Es uno de los estandartes del recambio generacional que se produjo en las ligas locales del género negro. Hacedor de las páginas más perturbadoras de la década que está finalizando, Nicolás Ferraro habló, entre otras cosas, de su audaz búsqueda en la impactante e ineludible Cruz: hallar un registro poético que pudiera anestesiarnos a nosotros, los lectores, de una narración desbordante de violencia extrema y continuada.

Algunos
colegas tuyos señalaron, con razón, que tanto Dogo como Tomás Cruz, respectivos
protagonistas de tus dos novelas publicadas, tienen que aprender a ser héroes.
¿La principal diferencia entre Dogo y Tomás Cruz es la solvencia en el modo de
actuar? Dogo da la sensación de que, a diferencia de Tomás, sabe en todo
momento qué es lo que tiene que hacer y cómo hacerlo…
No estoy tan seguro de utilizar la palabra héroe. Tanto
Tomás Cruz como Dogo tienen que aprender, eso sí, diferentes variantes de algo
que podríamos denominar el oficio de la violencia. Tomás Cruz debe aprender
aquello que fue siempre cercano por la familia criminal con la que se crió, y
de lo que siempre huyó. Dogo, por convivir y ser parte de este ambiente
propenso a la brutalidad, tiene más claro qué hacer y cómo. Sabe las reglas. El
problema es que quiere dejar de operar de esa manera. Debe buscar la manera de
salir de ese oficio de la violencia. Como se ve, tanto entrar como salir de
esas situaciones es difícil.
Aunque como bien se dice, en un mundo donde pocas cosas son
como parecen, eso que están aprendiendo quizás sea otra cosa, algo que una vez
cuando lo aprendan se den cuenta qué es. A fin de cuentas, se están
descubriendo a sí mismos. En eso están hermanados ambos.
Ahora bien, con saber qué hacer y cómo hacerlo no alcanza.
Entre saber y hacer hay una distancia. De cierta forma, los dos se ven
obligados a dejar ese estado de inercia en el que se iban perdiendo día a día.
Uno a veces tiende a sentirse cómodo en lugares de los que le gustaría irse,
pero eso requiere una fuerza de voluntad, atravesar un miedo que muchas veces
termina por dejarlos en stand by
mientras las cosas pasan ─y desaparecen a su alrededor─, y para cuando se
atreven ya es tarde. Me interesa el género negro en ese sentido, en que los
personajes se ven obligados o toman la decisión, al fin, de hacer algo. Dicen quiero esto o tengo que hacerlo. Y van y
lo hacen. Y en un mundo de dejarse estar, encuentro que eso es alentador.
¿Cuál
fue el principal desafío que experimentaste durante la construcción de uno y
otro?
Cada personaje, el desarrollo de su voz y su manera de ver
el mundo siempre es lo más difícil y ─al mismo tiempo─ lo más atractivo de una novela. El principal desafío es no
repetirse, seguir experimentando con el lenguaje, ver qué aprendiste con el
libro anterior, qué podés sumarle y cómo creciste de un libro a otro, tanto
como escritor y como persona, y eso se va a ver reflejado, uno espera, en mayor
o menor medida, en el texto.
Encontrar la voz de uno como escritor creo que el desafío
más grande y cómo mostrarla y esconderla, al mismo tiempo, en la narración de
cada libro.
En Dogo el desafío fue darle a la novela de un lenguaje
verosímil pero que a la vez no empantane el desarrollo cayendo en lugares
comunes, a la vez que intentaba que el humor funcionara como respiro para el
lector.
En Cruz, ahora, con el diario del lunes de dos años después,
puedo decir que la búsqueda de un registro poético tenía que ver con maquillar
con belleza la violencia que se narraba, que las imágenes poéticas actuaran en
cierta manera como anestesia.
Dogo ocurre en 1996 y Cruz entre el 2002 y el 2003, aunque las
referencias temporales son minúsculas y por detalles (el estreno de la película
Día de la Independencia en Dogo; los goles de Bruno Marioni y la
presidencia de Duhalde en Cruz). ¿Por
qué esta distancia temporal de décadas y la alusión mínima, casi imperceptible?
Las historias podrían ser las mismas en tal año u otro, son
en cierta manera historias atemporales. Los conflictos vienen siendo los
mismos. Podría ambientarla en las cavernas y se matarían a piedrazos en vez de
a tiros, a principios de siglo y andarían a caballo en vez de en autos, en vez
de llamarse por teléfono tendrían problemas para comunicarse por whatsapp. El
decorado cambia, las historias siguen siendo acerca de lo mismo.
La alusión mínima responde un poco a eso. No me gustan los
carteles de neón diciendo: junio 1996. Diciembre 2001, etc. La época debe
entrar por los detalles, las referencias culturales, es una manera también de
que el lector se meta un poco más en el texto. Darle espacio para que él
complete.
Apostaste
por finales luminosos. ¿Le tenés miedo a esa resolución en un género que en la
mayoría de los casos presenta una visión desencantada del mundo? Te lo pregunto
porque recuerdo muchas críticas a Nic Pizzolatto por el final de la primera
temporada de True Detective.
Lo de finales luminosos no estoy tan seguro. Podríamos
charlarlo un rato y ver qué es para cada uno un final luminoso. Lo que sí no
creo que al escribir novela negra uno se vea obligado a que todo termine mal.
Daniel Woodrell renegaba mucho de esto. En su momento había acuñado el término country noir para referirse a sus
historias de género negro ambientadas tierra adentro, pero después desechó el
término porque al utilizar noir suponía que las historias deberían terminar
“todo oscuro y sin estrellas”.
También pienso que por presentar cierta esperanza o
posibilidad de cambio, eso no hace que la visión desencantada del mundo, como
vos decís, desaparezca. Lo interesante además es que si después de atravesar
todo eso aún el protagonista es capaz de preservar alguna esperanza, no todo
está perdido.
¿Cómo
ves el mundo después de cuatro o cinco horas construyendo atmósferas tan
sórdidas? ¿Es fácil despegarse de personajes como Centurión, Gamarra, los
Ferreira, Emily, Iñaki, etc., o te olvidás de ellos rápidamente?
Sinceramente no me cuesta despegarme de ellos. No me llevo
esa sordidez, quizás porque afuera hay otra esperando, que viene a
retroalimentar la ficción. O capaz al dejar esa sordidez en esas páginas me la
saco de encima. No estoy muy seguro.
Además, si estuve cuatro o cinco horas escribiendo, voy a
estar contento porque la historia avanza. Escribir para mí, más allá de lo
dificultoso que sea, el trabajo que requiera, o el grado que uno ponga de sí
mismo en el texto, qué tanta catarsis haga uno, debe ser algo lúdico y
divertido en alguna medida.
Dogo y Cruz presentan numerosas características
del western, pero te quiero preguntar específicamente por una: el
enfrentamiento final entre “buenos” y “malos” en un espacio apartado, ajenos al
resto de la civilización. ¿Decidiste de
antemano que llegarías a ese momento cúlmine, quiénes llegarían y cómo, y lo
que sucedería, o fue surgiendo con la escritura?
De antemano sabía quiénes iban a llegar, lo importante es
que no sabía bien cómo iban a llegar a esos momentos, qué iba a estar en juego
para ellos. Y cómo iban a lidiar con esos problemas. Muchas cosas fueran
decididas en el momento, otras estaban decididas de una manera y fueron
reescritas porque la historia así lo necesitaba.
Si hay algo que me gustaría mejorar es borronear cada vez
más esa línea bien marcada entre buenos y malos. Me interesa que esa línea sea
difusa más allá del punto de vista del narrador, con el cual uno tiende a
empatizar por encima de los otros. Llegar a que el “malo” sea otra faceta del
protagonista, y que convivan estas dos caras en los personajes. Que no puedas
separar entre buenos o malos. Creo que es algo que conseguí en la figura de
Samuel Cruz. Humanizarlo más allá de todo. Y me gustaría seguir mejorando en
ese sentido. Hacer más humanos a los personajes.
Hace un
tiempo le preguntaste a Guillermo Orsi si el género negro era el dispositivo
sobre el cual montaba una historia de amor. ¿Cuál es tu respuesta ante la misma
pregunta?
Tendría que fijarme qué respondió Guille para dar una
respuesta más interesante. Yo creo que lo atractivo de los géneros, en este
caso el negro, es la capacidad que tienen de albergar diversos temas. Funcionan
como esqueleto y no como piel, hacen de base no de límite y son capaces de
sostener tanto como quieras ponerle. Creo que la mayoría de mis intereses
artísticos y en la vida ─ya sean el paso del tiempo y la construcción de la
memoria, la búsqueda de nosotros mismos, este tratar de descubrir quiénes somos
y la incertidumbre que tenemos frente hacia dónde vamos, cómo nos tratamos los
unos a los otros, qué tan capaces de tener empatía o aferrarnos a nuestros
valores mientras todo se derrumba─ encuentran un eje en el existencialismo que
encarga el género negro.
En el
prólogo de Dogo, Leonardo Oyola
enumeró un puñado de novelas inéditas tuyas, entre las que estaba Cruz. ¿Qué le viste entre las otras como
para decidir llevársela a un editor, y cómo viene el proceso de escritura de
las inéditas?
El hecho de haber quedado finalista con Dogo me dio la
oportunidad de mostrar mi trabajo a otras editoriales con una cierta confianza
en lo que venía haciendo que antes no tenía. Y cuando uno sale, quiere que lo
vean con sus mejores pilchas. Sentí que en Cruz había logrado concretar varios
de los temas que venía trabajando, y por eso fue la que presenté a Editorial
Revólver.
Respecto a lo del resto de las inéditas, hay posibilidades
de que salgan un par que se encuadran dentro de una estética pulp, un híbrido
entre el género negro y el humor, historias cortas que fueran un
entretenimiento hecho y derecho. Al menos así las concebí. Con el resto veremos
qué pasa.
Elmer
Mendoza, considerado el padre de la narco literatura, dice que él siente
admiración por los narcos y que los escribe desde la idealización. ¿Cómo es en
tu caso?
A mí un narco me importa tanto como el hombre promedio. No
idealizo a nadie, y me importa descubrir quiénes son más allá de su trabajo.
Creo que el trabajo es un gran disfraz sobre el cual desaparecer, es formarse
una identidad cómoda y dejar de responder preguntas: quién sos.
¿Un narco, un tachero, un diseñador gráfico?
¿Eso sos?
No. Eso es tu trabajo.
Obviamente al abordar el tema del narcotráfico es lógico que
surjan preguntas relacionadas con el mismo. Creo que si hoy se escribiera El Halcón Maltés la estatuilla por la
que todos se sacan los ojos estaría hecha de merca. Del material con que se hacen los sueños y también se destruyen,
como dije en Dogo parafraseando la frase de Bogart en la película. La droga
tanto como vía de escape como una manera de ganar un papel rápido son muchas
veces un camino hacia la autodestrucción. Es la salida del desesperado. Estamos
hablando en términos del soldado raso, del que te atiende la casilla del
bunker, del que te cruza una barca con marihuana de Paraguay a Argentina porque
es eso o la nada o el hambre. Me interesa examinar esas vidas desesperadas que
actúan de a única manera que pueden: desesperadamente. Ver cómo llegaron ahí.
Cómo pueden salir. Me atrae la idea no de la criminalidad en sí, sino de la
gente rodeada por un ambiente criminal.
No hay
políticos en tu obra, ni siquiera vagas menciones, algo que resulta inusual en
el género negro latinoamericano. ¿Por qué?
Toda novela es política. Sea la intención misma ─y
consciente del autor─ del texto o no. Pero es inevitable que si estás hablando
de crimen, de ley y de justicia, vas a terminar hablando de política. Más allá
de que hay políticos en Cruz, esta familia enquistada en el poder ─los Di
Pietro─, me parece más interesante ver la política en términos de frontera,
quién gobierna, quién controla estos límites. La frontera es, de cierta manera,
jurisdicción del hampa. De a ratos enfrenta a criminales y policías, pero
muchas veces fusiona estos vínculos, y envuelve a la estructura del Estado
tanto desde la policía, como gendarmería o los políticos y los jueces que están
en relaciones con estos o narcos o forman parte de las mismas bandas. En eso
hay una clara intención política.
Tanto así como en Dogo de darle voz a un marginal, de
redefinir el lenguaje desde ese lugar. Eso es también una decisión política.
Traer al centro, al foco de atención algo que estaba alejado. Podemos discutir
acerca de qué es marginal y qué es centro, pero sería largo y desvirtuaría la
respuesta.
Sí me parece importante que todo este se cuele por una
segunda capa, que no interfiera con la historia que estoy contando. El género
negro lo que tiene a su favor es esta suerte de caballo de Troya. Mientras el
lector está entretenido leyendo, por detrás está incorporado un montón de dudas
y cuestiones sociales que quizás, sin la seducción o la coartada de la trama,
no se pondría o atrevería a pensar.
Del
Gordo Ferreira, un transa de barrio, pasaste a Centurión, un narco y tratante
de blancas que deja al otro como un nene de pecho. ¿Podemos esperar algo
incluso más oscuro para la tercera novela?
No pongo un interés especial en la oscuridad cuando escribo.
No recuerdo quién dijo que las historias van a estar definidas por qué tan bien
construidos estén los villanos. Creo que cuanto mayor es lo que está en juego,
el lector va a estar más preocupado por el personaje, le va a importar más. De
ahí, imagino, viene esto de que los enemigos terminan siendo bastante hijos de
putas para que el protagonista tenga que estar a la altura.
Pero como decía arriba, lo que me interesa es lograr que esa
oscuridad esté en todos los protagonista, incluso en el héroe, antihéroe. Hegel
decía algo así como que la verdadera tragedia no era que el mal triunfe por
encima del bien, sino que se enfrenten el bien contra el bien. A eso aspiro.
Sos
parte de una generación que vivió exclusivamente en democracia.
¿Cómo
creés que impacta eso en tu literatura? ¿Qué desafíos tienen los escritores del
género que no experimentaron el último proceso militar?
La dictadura dejó efectos, y todavía estamos transitando sus
efectos, hasta en lo cotidiano. Con los temores, con la tortura, con la
represión, con la autorepresión. Todo eso quedó. Todo está contaminado eso.
Mismo la incidencia económica. En el inconsciente colectivo todo eso está. El
país quedó marcado a fuego.
En Argentina, como todos los países que participaron del
Plan Cóndor, lo que hicieron fue importar un proyecto económico político y
social que destruyera el estado de bienestar, un modelo económico que estaba
lejos de convenirle a cada país de Latinoamérica. La dictadura rompió un estado
de bienestar que nunca se recuperó. En lo social tenés el país desarticulado.
Todo este escenario que narramos los escritores del género negro viene armado
por la dictadura y los cómplices de la dictadura. La interrupción de una
experiencia democrática para imponer un modelo político, económico y social que
aún no se lo pudo revertir. En el mejor de los casos, lo podés atenuar.
Con la dictadura se rompió un contrato social, el Estado
deja de cumplir el rol que cumplía. Todo lo que se está escribiendo de género
negro no hubiera sido lo mismo si la sociedad no hubiera sido atravesada por la
dictadura. Todo lo que se es creíble es porque la dictadura generó todos esos
fantasmas, todas esas realidades.
El que escribe sobre género negro, si estás metiendo
violencia, narcotráfico, torturas, estás hablando de lo social. La dictadura
dejó cátedra sobre cómo avasallar al otro. El éxito de la dictadura fue, a
través de la represión, lograr la autocensura, la autorepresión. Vemos cómo
natural callarse ciertas cosas; pero no lo decís porque ya sabés las
consecuencias.
Cuando un político manda a reprimir, ¿eso no tiene que ver
con el espíritu de la dictadura? ¿Cuántas veces no nos cruzamos con alguien que
dice “estábamos mejor con los milicos? Si alguien piensa que sus efectos
terminaron, se equivoca. Siempre estamos condicionados por la dictadura.
Estuviste
en México presentando Cruz. ¿Cómo
viste la relación entre crimen, literatura y sociedad?
Es difícil hablar desde el lugar de turista y desde ahí tirar
tres o cuatro máximas acerca de México esto o lo otro. Hay que ser cuidadoso.
Además, creo que ese tridente crimen, literatura, sociedad funciona de la misma
forma en gran parte de América. Lo que sí es interesante notar es cómo la
influencia de la violencia en la sociedad, el hecho de los crímenes ligados al
narcotráfico afectaron los relatos tanto en México como en Argentina. Antes,
los crímenes y la violencia estaban más ligados a venganzas personales,
femicidios ─los mal llamados crímenes pasionales─; algo sacó de las casillas al
personaje y la violencia irrumpió en su vida. Ahora la violencia salpica para
todos lados. Desde la mutilación de un cuerpo como un mensaje narco, el abuso
de una menor, la deshumanización como herramienta de control, la corrupción
como otro negocio. El horror y el desmembramiento de un cuerpo como metáfora de
una sociedad desarticulada en sus bases.
Por Lucas Bauzá