Segunda entrega de Secchi, de paso por Dublín, Málaga, Andorra y Reykjavik.
DUBLIN
Llovía. Me dolía la espalda. La casa era un
quilombo. Le puse café y azúcar a dos tazas. Las llené de agua y fui a mi
cuarto y dejé la suya en la mesita de luz. Ella todavía dormía. Me senté en la
computadora, puse música, y se despertó. Abrió los ojos y me senté al lado de
ella, y la miré. No me dijo nada. Se levantó, y se vistió rápido, y se fue. Me
saludo con un beso en el cachete. Pasaron dos semanas y me olvidé un poco,
viajé unos días por Berlín y Munich. Pensé en ella al menos dos veces, todos
los días. Cuando volví, le escribí. No me contestó. Llegué a la conclusión de
que no había más interés, y un poco dolió. Un jueves apareció en el bar de
siempre. Me dio miedo. No sé explicar bien por qué. Tiene una mirada que te
hace sentir que te está leyendo como si fueses un diario. Tiene los ojos
grandes, siempre entrecerrados. Parece que siempre está a punto de sonreír,
casi al límite. Y si sonríe, no es una sonrisa amistosa, sino una de esas
sonrisas de villana de Disney, satisfecha por algo que todavía no entendés. Que
quizás, no vas a entender nunca.
Me compré una cerveza y me apoyé contra una
pared, mirando por una ventana. Me vio. Me saludó con la mano, y le devolví el
saludo, pero siguió hablándole a sus amigas. Me quedé diez minutos mirando el
celular, y a ella. Después salí a fumar.
Me encontré al portugués, charlamos, y al rato
salió ella. La saludé con un beso, y le toqué el pelo, y le pregunté en qué
andaba. Tenía el mismo perfume que la única vez que nos habíamos visto. Me miró
a los ojos dos segundos, y no me contestó, pero se puso a hablar con mi amigo,
en portugués. No entendí nada. Estuve un rato ahí afuera intentando agarrar
alguna palabra suelta. Se me acabó el cigarrillo y volví a entrar. Me estaba
cagando de frío. Me quería ir. Saludé a mis amigos, agarré la campera y la
bufanda, me puse los guantes, y encaré para la puerta. Me tocaron el hombro, me
di vuelta y ahí estaba ella, con esa sonrisa. Me había ganado. No sé bien a que
jugábamos, pero había ganado ella. La agarré de la mano, pedí un taxi y nos
fuimos. Salimos de casa cuando ya era 2017 y nos subimos a aviones distintos.
MÁLAGA
Buscaban entre los dos, patrones en la espuma
de las olas. Tenían en las manos unas latas de cerveza baratísima y una cajita
con tabaco, papel, y filtros. Ella tenía un vestido blanco, una cinta negra
atándole el pelo rojo, iba descalza y tarareaba, despacito, una canción de los
Beatles. Él llevaba las ojotas en una mano, tenía shorts grises, y había dejado
la musculosa en la habitación. Caminaron hasta el final de la playa oliendo la
sal en el aire de la noche desierta. Llegaron hasta las piedras que marcaban su
final, y se sentaron. Abrieron las cervezas, y siguieron mirando el mar,
intentando descifrar el significado de las formas que se formaban en el reflejo
de la luna en el agua. Imaginando que en la arena había una solución para las
despedidas, para el momento en el que un hasta pronto es mentira y un hasta
luego un deseo. La continuidad de las luces de la costanera era hipnótica.
Ella se levantó despacio y abrió la boca para
decir algo, pero se arrepintió a mitad de camino. Él la miró, y sonrió, y le
pidió que lo escuche, pero se quedó callado. Ella no insistió. Él le quería
decir que necesitaba que mágicamente se detenga el tiempo para entender un poco
más la perfección y la unión y el aprendizaje resultado de sus químicas. Ella
simplemente le quería decir que lo iba a extrañar. Me los encontré a ambos
cuando volvían a buscar sus cosas. Eran avatares de armonía con una nube negra
de fondo. Me pidieron que los acompañe hasta la parada de taxis. Caminamos en
silencio, lentamente, y después de los abrazos y las promesas cargamos el baúl
de mochilas y bolsos. Vimos irse al auto con ella dentro.
Ya solos, le pregunté si estaba bien. Me dijo
que sí. Caminamos hasta casa, pasando por la playa, y nos sentamos en un banco
a tomar una cerveza. Qué especial que era, dije. Qué irrepetible. Él no dijo nada,
pero se terminó la cerveza de dos tragos y me abrazó. Apreté fuerte, y me reí.
Me preguntó por qué. Le dije que sabía muy bien a qué saben los abrazos cuando
solamente querés ese en particular. Él también se rió.
ANDORRA
El camino de vuelta se había cerrado por
completo. Después de contestar las preguntas de la esfinge, le quedaba tanto
por recorrer en la espesa niebla del laberinto que la idea de hacer campamento
en alguna esquina oscura parecía la única decisión sensata. Se levantó del puff
que lo ataba al suelo y se sentó en el borde de la cama donde estaba acostada
ella. La miró a los ojos y le temblaron las manos. Era verdad. Una nueva trampa
que sortear. No entendía demasiado qué estaba pasando, ni por qué. Los planes se
desmoronaban. No sabía qué música le iba a poner a este futuro recuerdo. Tango,
de seguro. Saltó una fosa, y caminó pisando las piedras en la secuencia
correcta. Se recompuso y la observó detenidamente por primera vez desde que
había llegado. Sus dedos se movían lentos por la pantalla de su celular. Estaba
seria, con la mirada vacía. Sus ojos simplemente perdidos en el basurero
conceptual de alguna red social. Si había notado que él la estaba mirando, no
le importaba. El laberinto, en cambio, lo observaba en su oscuridad. Un camino
recto sin desvíos se abría delante de él y a lo lejos, parpadeaba un destello
dorado. Caminó.
Ella se levantó de la cama y empezó a guardar
sus cosas en una caja. Lentamente. Con el celular en el bolsillo y los
auriculares puestos. Él se levantó y la miré a los ojos y ella levantó una
mano, como pidiendo que espere y dijo hola. Estaba atendiendo una llamada. Él
se sentó de nuevo y volvió al laberinto. Más destellos y un bandoneón, que
llorando, lo perseguía. Ella seguía hablando con alguien, de trabajo. Faltan
papeles, no son míos, los busco, te los mando, buscale la vuelta, no puedo
hacer todo yo. El camino se abrió, en una plaza circular inmensa. En el centro,
tres luces bailaban. Se acercó. Ella cortó la llamada, se sacó los auriculares,
cerró la caja y le puso cinta. Él se abrió paso entre la maleza. Encontró tres
fuentes con agua que fluía y saltaba y cambiaba de color. Se dio cuenta de que
se estaba muriendo de sed. Se acercó corriendo y vio que había vasos de madera
alrededor y sumergió uno en el agua helada y se lo acercó a la boca. Ella le
tocó el hombro. Reacciona, dijo. Él abrió los ojos. Ella lo abrazó y le pidió
que la acompañe hasta la puerta. Dejó la caja en el piso. Lo miró a los ojos y
le pidió un último beso. Se lo dio. Ella se subió a su auto y se fue. Él tomó
el ascensor y llegó a su piso y abrió la puerta de su departamento. La esfinge
lo miraba amenazante. El camino de vuelta se había cerrado por completo.
REYKJAVIK
En el instante en el que cerré la puerta, una
parte de mi quedó desposeída de densidad. Ahora existe en baldosas flojas en
los callejones de mi último cuento y en una figurita chamuscada de la virgen,
entre las hojas de una agenda del 2012. Se quedó con mis camisetas de 2 euros y
con las cartas casi etéreas de nunca tan distantes amigas. Me dejó telegramas
de despido, manchas de labial en el cuello, diclofenac y buscapina.
Me siento cada vez más a menudo a esperar a
que aparezca, con otro color de pelo y de ojos y con palabras nuevas. Hasta
ahora, no pasó. Cuando llegue el momento, sea como sea, creo que puedo
convencer a esa parte perdida de que todo esto valió la pena. La veo en todo el
mundo. En amigos, amantes y enemigos y maestros y compañeros de trabajo. Se
corporizó en niebla y salidas de noche. En pintas, cañas y cagadas a palos. En
planillas de cálculo. En besos por obligación. En búsquedas de viernes y sábado
y feriados. Siempre explotando en la hoguera de mi consciencia como madera
verde o como aceite mezclado con agua.
Hoy dormí hasta las 6 de la tarde. Cuando abrí
los ojos estaba ahí. Entendí que sin importar cuántas veces se meta a mi cama
sin mi permiso, o me mienta sabiendo que me voy a dar cuenta, o desaparezca en
negaciones y crueldades y volutas de humo de marihuana, no va a dejar de ser
parte de mí. Hoy le miento por miedo. Esta noche voy a cerrar mi habitación con
llave.