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"El agua que divide", de Antonella Romano

Poeta, escritora y guionista,                                            
Antonella Romano, publicada por Mansalva
Antonella Romano (Bienalista 2017) 
nos comparte su cuento "El agua que divide"




Los de la casa de enfrente colgaban sus toallas en la baranda del balcón mientras se fumaban un cigarrillo. Apenas los miró, Daniel le contó a Natalia que le agarró una alergia y que ahora tenía unas texturas raras en la piel que le picaban mucho y se parecían a unas galletas amorfas de color bordó. Que antes de ir a la fiesta de cumpleaños de Gustavo, debería recordar ponerse una crema para no pasarse toda la noche frotándose contra la corteza de los árboles. Natalia lo escuchó con la mirada puesta en la taza blanca que Daniel movía en círculos, una que estaba pintada en colores primarios con el nombre de la marca de un camión fabricado en Japón, y medio llena de cerveza tibia con poco gas.
Las alas de las ventanas de vidrio estaban trabadas con dos sillas para no volarse con el viento, que esa tarde corría como una mujer sudada de cuerpo grande y pesado. Y las cortinas de gasa amarillas inhalaban y exhalaban el aire volando para arriba y para abajo. Natalia se sacudía la arena de los pies cuando Daniel le dijo que ya era hora de probar la cerveza. Que esa tarde en la fiesta le daría para tomar, aunque después dudó pensando en que quizás estaría caliente porque no creía que alguien se vaya a ocupar de llevar heladeras. Natalia no lo miró y prendió la tele de catorce pulgadas que colgaba de un rincón alto de la casa. Le contestó que ya lo había hecho en lo de su amiga Malena y que la acompañaron con unos cigarrillos negros que venían en latita.
Afuera había empezado a llover y Natalia dormitaba despatarrada en el sillón. Daniel agarró su celular y marcó el teléfono de Gustavo. Le preguntó qué iban a hacer si el clima seguía así, el hombre del otro lado le habló masticando un scon de vainilla tibio y le dijo que al principio creyeron que en diez minutos pasaría el chaparrón y que todo daba perfecto para que el bosquecito se secara en las zonas donde no llegaba la sombra de los pinos. Pondrían manteles y todo lo que hiciera falta, pero que al parecer las lluvias iban a seguir toda la tarde y entonces no les había quedado otra más que cambiar los planes. Ahora la fiesta sería en las carpas del balneario Luna Roja. Que ahí iban a instalarse. A Daniel no le entusiasmó mucho la idea y se quedó en silencio, pero antes de cortar le preguntó quienes iban a ir. Gustavo interpretó la pregunta sin problemas y le afirmó que Mabel había llegado unos días atrás y que ya le había confirmado que iría.
Daniel mandó a bañar a Natalia y ella se fue al cuarto de arriba y se quedó ahí un rato con la puerta cerrada. Primero se acostó en la cama deshecha de la ventana y después se cambió a la de la otra ventana porque la primera tenía arena y no le daban ganas de sacudirla. Le mandó un mensaje a Sebastián que decía tengo ganas de darte un beso y como vio que él lo había visto y no le contestaba, sacó una foto de las casitas alemanas de enfrente, que salieron difusas por la cortina de lluvia que las tapaba, y se la mandó. Daniel gritó desde abajo que el calefón ya estaba prendido. Natalia se sacó la mano de adentro de la bombacha y salió del cuarto. Tardó mucho en bañarse porque estaba metida en pensamientos circulares que terminaban en que Sebastián ya no la quería y en que ese viaje de ocho días que estaban haciendo, sólo iba a ayudar a que él se diera cuenta más rápido. Mientras tanto, Daniel se ponía unos pantalones cortos de jean que le apretaban justo debajo del ombligo y le llegaban hasta antes de la rodilla. También unas botas amarillas para que la lluvia no le moje las medias y una camisa color manteca que le dejaba ver un triangulo de pelos del pecho medio rubios, decolorados por el sol. Después se sentó en la mesa, corrió la bolsa de pan que había quedado del mediodía y pasó la mano por encima de la marca de agua que había dejado la botella de cerveza. Desplegó sus elementos y se puso a armar un porro. En la casa de al lado hacían ruidos secos. Daniel no le prestaba atención pero los escuchaba. Se oía cómo batían algo en un bowl de lata y también el sonido de un motor de algún electrodoméstico chiquito, de cocina, que hizo que Daniel pensara en qué comería en la fiesta y en si iba a ser necesario picar algo antes de salir. Natalia bajó las escaleras dejándose caer en cada uno de los escalones. Tenía puesto un enterito de jean y un rompe vientos fucsia y verde encima, en los pies las mismas botas de lluvia que Daniel, pero en siete talles menos. Daniel la miró y largó una carcajada.

Caminaron compartiendo el paraguas, lo sostenía él y Natalia iba abrazándose a sí misma para ocupar menos espacio. Se les dificultó porque las calles de arena estaban llenas de pozos con agua y los que tenían que esquivar no eran los mismos para uno que para otro entonces terminaban dando saltos a destiempo o haciendo movimientos raros como en una coreografía mal ensayada que hacía que alguno de los dos terminara expuesto a la lluvia.  Daniel habló durante todo el camino y Natalia solo hizo ruiditos como para que él no pensara que no lo escuchaba. Qué bueno hija que vamos a un cumpleaños juntos, ¿no? Dale, ponete contenta. Si estamos de vacaciones, no seas amarga. Pero si yo estoy contenta, respondía Natalia y Daniel se reía y la empujaba hacia fuera del paraguas.
Entraron por los médanos porque la entrada del parador estaba cerrada. Natalia prefirió mojarse y salió de abajo del paraguas. La arena estaba dura y ellos escalaban lento. El mar se escuchaba más que de costumbre y Natalia pensó que el fenómeno se daba porque estaba más lleno que nunca debido a la tormenta. De lejos vieron el balneario y las guirnaldas de luces blancas que colgaban encima de tres carpas. Natalia entró en el caminito de maderas que dividía las dos manos de las filas de carpas, y se acordó de que nunca lo había pisado usando zapatos y que siempre lo había corrido para no quemarse los pies. El diluvio movía las hamacas y eso le daba a la fiesta un tono misterioso, pensó Natalia mientras se acostumbraba a la idea de pasar un rato con gente que no le importaba en lo más mínimo.
Las carpas eran temáticas. Una de bebidas y comidas, otra de juegos y otra de baile. La de bebidas y comidas estaba llena. Cuando llegaron, Natalia saludó a Gustavo y le dijo feliz cumpleaños. Yo ya no cumplo más, nena, respondió Gustavo y después la abrazó y le aplastó la humedad de su remera en la cara. Después Gustavo saludó a Daniel chocando hombros y los invitó a que se sirvieran lo que quisieran.
Natalia ya había pasado por las tres carpas hasta que decidió quedarse en la del baile. Adentro sonaba reggaeton, cosa que la puso de mal humor pero prefirió la soledad antes que la música decente. Todavía nadie había tomado lo suficiente como para mudarse a su carpa, y ella había conseguido una reposera que incluía una manta, todo en un rincón. Desde ahí vería la fila de carpas de enfrente y el agua dividiéndolo todo, como siempre. Y tampoco se perdería la forma de bailar de esa generación de extraños. Cuando se sentó, miró el celular y vio que Sebastián le había mandado un emoticón de una tabla de surf. Un mensaje que ella interpretó como que él pensaba que para Natalia era una pena que estuviera lloviendo porque en realidad ella deseaba pasarse días enteros entre la arena y el mar, con el sol secándole los pelos de la cabeza. Y ahí Natalia, después de haber pensado todo eso, creyó creer que eso sería lo que él hubiese querido hacer si estaba en la playa como ella. Entre que imaginaba todo eso, una mujer empapada y con el pelo aplastado entró corriendo a la carpa y ella se guardó el celular sin contestar nada.
Daniel la vio desde el sector de juegos, la reconoció y lo primero que pensó fue en que estaba re gorda y no era la Mabel de hace quince veranos atrás, la que paseaba en bikini negra por la peatonal para terminar en medio de los fichines así, con la bombacha siempre manchada por la sal de mar como si alguien la hubiese marcado con tiza. Sentada en asientos percudidos por niños, para jugar contra él al Mortal Kombat.
Habían seis personas alrededor del Jenga y otras tres en un segundo cordón mirando la partida, era el turno de Daniel, sacó el bloquecito y se desmoronó la torre. Se escucharon aplausos, insultos, risas y abucheos. Daniel sonrió para un costado y se mudó a la carpa del consumo sin decir nada. Despegó tres vasos plásticos de una pila apoyada boca abajo y los llenó de vino tinto. A uno le puso un poquito menos. Corrió hasta la carpa de baile y en el camino el vino se diluyó un poco con algunas gotas de tormenta. Daniel y Mabel se saludaron con un beso pero sin abrazos. Fue decisión de Mabel, que lo hizo con distancia casi como si saludara a una persona de la que no recuerda el nombre. Daniel le presentó a Natalia preguntándole si se acordaba de ella y Mabel dijo que no. Natalia levantó la mano desde la reposera y Daniel le insistió a Mabel en que cómo no la iba a recordar. Mabel le pidió perdón a Natalia y Daniel les dio un vaso de vino a cada una. Se distrajo y no se dio cuenta que a Natalia le dio uno re lleno mientras que él se quedó con el menos cargado de todos. De nuevo le dijo proba y se rascó la espalda, al segundo se miraron compartiendo el mismo recuerdo: Daniel se había olvidado de ponerse la crema y Natalia de recordárselo, pero ella levantó los hombros librándose de culpa. Mabel se puso a bailar un poquito, movía los pies hundiéndose en la arena y sacaba las mano para afuera para que el agua le mojara las palmas y se enganchara en sus pulseras de acero inoxidable.
Natalia pensó que menos mal que la música les permitía no hablar porque al parecer ninguno de los tres tenía nada para decir. Pero Daniel rompió la tranquilidad de Natalia y le pidió que baile con él. Natalia negaba con la cabeza pero Daniel le agarró el brazo y forcejearon un rato hasta que el vino de él se volcó y unió un pedazo de arena formando una mancha roja que le recordó a Daniel, una vez más, sus ronchas. Daniel le suplicó a Natalia, y Mabel la miró con una sonrisa acompañada de unos ojos achinados que demostraban la pena que ella sentía por Daniel en ese momento. Entonces Natalia se paró y bailó una canción de rock con su papá. No bailaban bien y aunque Daniel intentó instalar el paso básico del rock durante todo el tiempo que duró la canción, Natalia nunca pudo anticipar los movimientos y las estrofas terminaban siempre en alguna pisada de pies o vueltas trabadas. Cuando terminó el tema Mabel dio tres aplausos y se fue a la carpa de los juegos. Natalia y Daniel se quedaron solos y a Natalia le dio mucha vergüenza ser testigo de que Mabel no le pasara el apunte a su papá.  Se quedaron en el lugar moviéndose como insectos perdidos hasta que Daniel le preguntó si lo acompañaba a los médanos. Natalia le respondió que llovía mucho pero Daniel insistió en que había un árbol que era muy tupido y los iba a reparar bastante bien. Natalia se puso la capucha y siguió a Daniel.
Corrieron con la lluvia pinchando sus espaldas y las pisadas removieron la arena mojada dejando la seca al aire. Cuando llegaron se sentaron en un tronco y Daniel sacó un porro húmedo y medio doblado del bolsillo del pantalón. Agarró un encendedor de otro bolsillo y  le dijo a Natalia que también debería probar con él la marihuana. Natalia se miró lo pies sin responder. Pensó en que era verdad lo que le había dicho su papá, el árbol frenaba la intensidad de la lluvia. Daniel prendió el porro en una seca profunda y se lo pasó a Natalia, que lo agarró con la yema del dedo gordo y el índice, se lo puso en el punto medio de los labios, arrugó la boca y respiró hondo. Después tosió hasta que el sonido volvió a interrumpirse. Esta vez por el agua que rebotaba en las hojas del árbol y golpeaba en las botas amarillas de los dos.