Por Lucas Bauzá
¿Cómo no sentirse un intruso ante el inicio de La lengua alemana, donde ella
–estudiante de Letras, hija única de padres divorciados, porteña– le escribe a
él –estudiante de abogacía y de cine, alemán– para contarle que está abriendo
una carpeta de fotos para saber cómo eran ellos dos, para saber cómo era ese pasado
del que solo quedan ruinas?
Publicada a inicios de este año de manera
conjunta por Notanpüan y Emecé, la reciente ópera prima de Julieta Mortati
cumple con uno de los objetivos que se propuso la escritora, objetivo que,
alcanzado, constituye una de las cualidades más primitivas y cascoteadas del
arte literario: lograr un efecto de realidad, es decir la inmersión absoluta en
la historia como si se estuviera desarrollando frente a uno. La narradora, con
amenidad y sencillez, te transporta allí donde esté ella: un concierto de
percusión en el Planetario, un aeropuerto vacío de Düsseldorf, un barrio
berlinés repleto de turcos.
Con el uso de la segunda persona en tiempo pasado,
Julieta Mortati apuesta acertadamente por un tono intimista para trazar, entre
escombros, una novela de cimientos autobiográficos que se sumerge en la
historia de un amor aplastado por las diferencias culturales, materiales y
lingüísticas entre sus protagonistas, diferencias que saldrán a flote, claro,
con el paso del tiempo. Así está inscripto en el PH de Flores al cual se mudan
juntos, jóvenes y enamorados: “La naturaleza del jardín nos demostraba que no
podíamos evitar la fragilidad a la que nos sometía el paso del tiempo” escribe
Mortati con el diario del lunes. Porque ella, como dicta el refrán, avisa y no
traiciona a lectores de corazones cándidos por la inexperiencia: el hermoso y poético epígrafe
de Anne Carson “(…) No eran las ruinas de nada en particular. Allí llegó un
lugar y se estrelló”, así como la misma narradora protagonista, anticipan una y
otra vez que ese amor de verano “como en las películas”, con bailes, sexo en la
playa, besos por Skype –las momias de
nuestro amor– y visitas tan fugaces como exitosas, no es más que un
conjunto de restos arqueológicos, como lo son las imágenes anodinas que
acompañan a las palabras, y que aparecen como esquirlas de realidad, como
vidrios rotos que en su atomización pierden el sentido original y solo pueden
documentar aquello que ya no es.
Cuando el alemán decide volver a Alemania,
tras dos años de convivencia en Flores, abrumado por la desorganización
tercermundista, “no había estabilidad económica, la dirigencia política era
impresentable, los diarios mentían, los trenes no funcionaban”, la narradora
decide acompañarlo para que comience, así, la parte más rica de la novela, donde
el frío y el hastío arrasarán con todo. Por un lado, las citas intercaladas del
latino Tácito, que escribe un ensayo etnográfico sobre Germania en el siglo I
d. C. sin haber conocido Germania, funcionan como una vía de humor, siempre y
cuando se conozca el contexto de producción de aquel, pero por el otro, en
relación a lo narrado, se tornan increíblemente atinadas, como por ejemplo
cuando el audaz latino se pregunta, tal como lo haría la narradora, “¿Quién, por
otra parte, además del peligro de un mar espantoso y desconocido, abandonada
Asia o África o Italia, se dirigiría, si no fuera su patria, a Germania, fea en
sus tierras, áspera en el cielo, triste de habitar y de ver?”. También el
título adquiere su plena significación cuando ella llega a Alemania y se
instala junto a su novio en Berlín, porque al desarraigo, los malos empleos y
la hostilidad de la naturaleza se le suma la imposibilidad de la comunicación
fluida. Eso la lleva a aislarse, a extrañar el caos, a construir reflexiones
melancólicas, certeras, humorísticas, que destellan en las noches de Berlín:
“El boliche Casete quedaba en un terreno baldío y oscuro (…) Era un galpón de
ochocientos metros cuadrados a través del cual se podía contar la historia de
Berlín: durante la guerra se había usado para guardar municiones, en la Guerra
Fría había funcionado como un depósito de papel y ahora, para divertirse”.
Con sus días en laboriosa soledad y sus noches
en una cama vacía y congelada, llegará la luminosidad de la agonía y el final, y
una bolsa de pertenencias ajenas colocadas en una vereda porteña para que
alguien pase y se la lleve. Todo lo que no puede entrar en esa bolsa,
situaciones, estados, sensaciones, archivos de computadora, son los materiales
que componen La lengua alemana, la
exquisita presentación de Julieta Mortati.