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Reseña de Las brigadas, de Ariel Luppino

Una reseña de Las brigadas (Club Hem) a cargo de Lucas Bauzá 

“Las brigadas nos llevaron en camiones cual ganado al matadero. Para ellos fue poner tachos a nuestros pies; obligarnos: `pelar ratas´, dijeron sus voces azules”. Así leemos al comienzo de Las brigadas, ópera prima de Ariel Luppino editada por Club Hem, que ya desde las primeras líneas pisa fuerte y marca su territorio: con una moral lamborghiniana de la lengua como música, y una constitución temática que enfoca el poder con una lente deformada y da por resultado una trama a la Laiseca, Luppino, tomando no pocos riesgos, escribe una novela perturbadora y fantástica, en la cual la violencia ejercida por el Estado sobre los cuerpos y el lenguaje es tan pornográfica como delirante.
 Como si los personajes y las voces azules se le hubieran impuesto al autor por la fuerza, la novela comienza con el Capitán, ella y el narrador encerrados en un campo de concentración gore, abyecto, onírico, en el cual la actividad principal consiste en pelar ratas, el divertimento es asistir a obras de teatro protagonizadas por ratas y milicos, y lo único que hay que evitar es caer en manos del Milico, violador, asesino, traficante de órganos y veterano de Malvinas, que sueña con volver a las islas a partir de un plan y un discurso que remiten, por su alucinación y su desmesura no menos que por su rocambolesco auditorio, tanto a Galtieri como a El Astrólogo arltiano.   
 Recién a mitad de la novela, y retrocediendo un año en el tiempo, aparecerán algunas explicaciones: hay un virus azotando a Buenos Aires y se cree que la causa son las ratas; las brigadas son brigadas sanitarias, se mueven con la impunidad de los grupos de tareas, y ostentan más poder que las Fuerzas; hay bandas de traficantes de ratas, formadas por los “achos”, lúmpenes que se prostituyen por un papel; pululan los decidores orwellianos, en un clima casi distópico, casi apocalíptico, indudablemente opresivo y militarizado, ante el cual el narrador, paranoico y con un original anti-saeriano bajo el brazo, no confía ni en ella, su compañía más cercana.
 Negando el realismo con el estilo y la prepotencia de los que tienen algo nuevo para decir, la Bestia, como bautizó Gabriela Cabezón Cámara a Luppino, movió su primera pieza, monstruosa, potente y repulsiva, con el objetivo de derrocar a los saerianos, “esos escritores pueblerinos”. Sólo el tiempo dirá si lo logra o no.