Mariano Carreras analiza El Amparo, de Gustavo Ferreyra.
En el prólogo a La invención de
Morel, Borges comenta que “Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores
británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil
redactar una novela sin argumento” (1940). De acuerdo con la descripción de los
gustos de aquellos lectores, El amparo (Gustavo Ferreyra, 1994) es
efectivamente una novela sin argumento, o de un argumento “infinitesimal”.
Adolfo, protagonista de la historia, trabaja en una mansión; es parte de la
servidumbre y se desempeña en el extravagante oficio de “receptor de carozos”,
en el comedor donde almuerza y cena “el señor”. Orgulloso de su posición, un
día es degradado a personal de limpieza y suplantado por un enano. A juzgar por
el modo en que se desarrolla este núcleo narrativo central, El amparo
demuestra que los argumentos infinitesimales no solo pueden ser “muy hábiles”,
sino que además pueden ser incisivos.
En aquel célebre prólogo, Borges se
ensaña contra la novela psicológica, ya que esta “propende a ser informe”.
Precisamente, en El amparo casi no hay más que el derrotero de una
psicología. Adolfo es un concienzudo y el narrador sigue de cerca cada una de
las especulaciones en las que el protagonista se enreda: el fuero interno de
Adolfo ocupa casi la totalidad de la narración. Pero lejos del diagnóstico
asociativo de Borges, según el cual la vertiente psicologista de la novela iría
en desmedro de las formas, la expansión totalizante de la psicología del héroe
le confiere a la novela de Ferreyra una rigurosa unidad formal.
El relato persigue obsesivamente
cada una de las torsiones obsesivo-paranoicas que ocurren en la mente de
Adolfo. En este sentido, hay una correspondencia absoluta entre la forma
literaria y el “cuadro clínico” del personaje. Correspondencia que remite a la
ilusión clásica de la transparencia del lenguaje. “El arte clásico no podía
sentirse como un lenguaje, era lenguaje, es decir transparencia,
circulación sin resabios, encuentro ideal de un Espíritu universal y de un
signo decorativo sin espesor y sin responsabilidad (…)”, decía Barthes en El
grado cero de la escritura (1972). No parece posible entender El amparo
a partir de la idea de “un signo sin espesor y sin responsabilidad”, pero
ciertamente se la puede leer desde la hipótesis de una reactualización del
clasicismo, distante de la literatura clásica francesa reseñada por Barthes,
tanto como de la poética borgeana.
Ferreyra propone una estética
literaria que rompe con el modelo clásico de Borges, pero no desde una poética
romántica (en el sentido que Borges le confiere a esta noción, es decir como la
identificación de lo “estético” con lo “expresivo”) sino con un clasicismo que
encuentra sus estrategias en la tradición de la novela psicológica y de la
“atrofia” argumental. El amparo es antiborgeana, no porque se
desentienda de las categorías con las que Borges piensa y construye una
literatura, sino porque reinscribe esas categorías en una poética propia que
las desplaza, las rearticula y las determina de un modo profundamente
distinto.
***
La mansión en la que trabaja Adolfo
es un espacio amplio, incluso ilimitado, pero es un espacio cerrado al fin.
Después de haber sido degradado a personal de limpieza, el narrador dice que Adolfo
“podía imaginarse desnudo y a la intemperie -fantasía que lo acechaba
permanentemente-, en contraste con la calidez actual, con lo cual se advertía
la infinita valía de aquello a lo que se aferraba con las ansias de que
disponía”. Adolfo está dispuesto a pagar un precio muy alto con tal de no ser
excluido de aquel encierro.
Sabemos que una vez que entró a la
casa no ha vuelto a salir. La consecuencia obvia es el desconcierto. Pero la
totalidad de la casa no se le retacea a Adolfo sólo en el orden del
conocimiento, sino también en el orden de la imaginación:
(…) la oscuridad del tema era tan cercana al
desconcierto que se veía tentado –y la idea le daba cierta satisfacción– a
levantar, en un futuro, un plano de la casa, según las infidencias que llegaren
hasta él. Por supuesto que, en su fantasía, consideraba que este plano habría
de hacerlo mentalmente, más no se atrevía a soñar; y aún esto le parecía
peligroso, algo muy cercano a la traición, y sin ninguna duda, indebido (…).
Adolfo no “expresa” su encierro
como un pesar, lo vive como un sosiego. No denuncia su condición de humillado,
vive con cierto orgullo esa condición.
Casi no es posible pensar la figura
del humillado en la literatura argentina sin evocar a Erdosain. En los primeros
párrafos de Los siete locos, el héroe arlteano imaginaba una escena de
servidumbre de corte feudal que funcionaba como extrapolación de su condición
de explotado dentro del sistema capitalista. En El amparo, el servilismo
del héroe ha pasado del orden de lo imaginario al orden de lo “real”. Y en esta
realidad, cuando Adolfo imagina una escena, su existencia se reduce en la
imagen al estatuto de insecto:
A veces había fantaseado con que él era un ser
muy chiquito, una hormiga por ejemplo, y caminaba por la pared, perdido y
hambriento, agotado; debía alcanzar el rectángulo de luz, a la sazón un refugio
o aldea, pero tan pequeño era su tamaño (…) que no podía advertir diferencias
de luminosidad, y erraba vagabundo por la pared, ostentando casi la férrea
voluntad de un insecto (…).
Desde el punto de vista de
Erdosain, una de las causas de su angustia es la explotación económica a la que
se ve sometido. En cambio, Adolfo no vincula su angustia con su lugar
subalterno en las relaciones de producción, sino con la posibilidad, que vive
de hecho como una amenaza, de ser despedido y que ya no lo exploten. Ferreyra
narra el desesperante silencio del humillado. La mansión, la clausura espacial,
la hipertrofia psicológica del personaje, son elementos que acercan el relato
al género de terror, pero ocurre como si la víctima se entregase
voluntariamente a las apetencias del monstruo.
Es por eso que la lectura de El
amparo no desencadena nada parecido a un mecanismo de identificación en
relación con las circunstancias de la víctima. Lejos de la noción de catarsis
de la poética aristótelica, según la cual el lector se identificaría con el
héroe y se purgaría de los sentimientos impuros que le hacen la vida más dura,
en la medida en que el héroe no se resiste nunca a las coerciones padecidas, el
lector se ve expuesto a una forma de terror solitario, que consiste en observar
sin la mediación de la complicidad, la renuncia gozosa de la víctima.
***
A cada paso, la humillación
impulsaba a Erdosain a gritar su desesperación. En El amparo, la
angustia es de tal magnitud que el héroe no puede hacer otra cosa que reprimir
la pulsión de gritar. Por decirlo así, el silencio de Adolfo se despliega en
una superficie narrativa sin fisuras. Y cuando la superficie se rasga, siempre
es posible, para neutralizar las tentaciones de la queja, fijar la mente en una
imagen estúpida:
(…) se angustiaba en demasía y se encontraba a
punto de estallar en un grito (…), pero lo reprimía y nunca gritaba; se
apoderaba de él el miedo a la locura, y hubo ocasiones en las que temiendo esto
emitió ahogados quejidos (…) siendo infinitamente consciente de su tragedia,
hasta un punto en que se le hacía intolerable y, haciendo un esfuerzo por
liberarse de esa tortura, se daba a ver el auto deportivo blanco tomando curva
tras curva, recta y curva, siempre sobrio y girando correctamente en los
ángulos más favorables (…).
El amaparo, al igual que Los siete locos, está en
las antípodas de las estéticas de evasión. Sin embargo, ambas novelas incluyen
dentro de sus tramas modelos de imaginación evasiva. Así por ejemplo, en El
amparo, las imaginaciones del héroe son parte de una estrategia subjetiva
autocomplaciente, que busca negar las contradicciones de clase y evitar los
conflictos con quienes se encuentran en posición de someter su voluntad. Estas
autocomplacencias son otros tantos de los derroteros de una psicología en la
que las contradicciones sociales se ponen en evidencia en el preciso momento en
que el héroe las descarta como premisas para la acción.
En Indios, ejército y frontera
(1982), Viñas ensaya una interpretación histórica según la cual la “república
de conciencias” que funda la generación del 80 se habría encargado del
“”mantenimiento de un mundo” (y jamás de la invención)”, frente a la riqueza
imaginativa de los “sectores opositores”. Viñas habla de una “imaginación
espontánea”, que llevaría siempre las de perder frente a la hegemonía de una
clase dominante que ostenta un vacío de imaginación, tanto más eficaz a la hora
de ejercer y mantener el poder. La novela de Ferreyra pareciera recalar en el
diagnóstico de Viñas, en la medida en que muestra que los excesos de la
imaginación del oprimido no solo resultan infructuosos para romper los lazos de
la subordinación, sino que incluso los refuerzan.
Por supuesto que el vacío de
imaginación de las clases dominantes en la lectura de Viñas es la síntesis teórica
de un objeto que resulta objetivamente más complejo. Pero esto no reduce el
poder descriptivo de la interpretación. Las clases dominantes argentinas no
ofrecieron nunca mucho más que una “descarnada imaginación
de crisis”, para tapar su “incapacidad para formular una ecuación operativa que
dé cuente de la multiplicidad de variables que le plantea la complejidad
histórica”. El problema que Viñas pone en palabras no podría ser más vigente:
la “imaginación de crisis” le alcanza todavía hoy al statu quo para
derrotar los gestos ineficaces de la “imaginación espontánea” de los opositores.
Las clases dominantes siguen
utilizando su limitada pero eficaz imaginación para tapar su incapacidad para
resolver las contradicciones históricas. Aunque cabe preguntar, ¿son incapaces
de resolverlas o más bien las profundizan adrede para asegurarse el
“mantenimiento de un mundo”? Y sobre todo, ¿qué clase de imaginación nos hace
falta a los opositores para desbaratar los exitosos mecanismos de la subordinación?
Por supuesto, la pregunta no
encuentra respuesta en El amparo. Sin embargo, la novela de Ferreyra
tiene la virtud de que permite formularla con absoluta claridad. Si la
imaginación evasiva de Erdosain estaba regulada por los ejes formales de una
estética expresionista, y el expresionismo corre el riesgo de agotar el
potencial político del sujeto en la expresividad de un grito que empieza y
termina en la angustia individual, la matriz clásica de El amparo no deja
escapar ni un “quejido” de la angustia del humillado. Es verdad que el
potencial político del héroe no se realiza, pero tampoco se dilapida en la
ineficacia de los gestos. Adolfo fracasa tanto como Erdosain en resistir a las
fuerzas de la opresión. Pero su silencio aterrador pone de relieve la pregunta
por un modelo de imaginación que nos otorgue a los opositores un cierto margen
de efectividad.