El escritor Pedro Spinelli nos comparte su cuento "Voy", ilustrado por Reca
VOY
Vuela un jet
hacia el sur, La cósmica cintura del folclórico ataúd de un DC-10
Que se hace estrellas contra el suelo
Ch. G.
¿Quién detendrá la turba iracunda si no estoy con vos, nena?
E.M.A.U.P.M.
Toma, Nonacria, el despojo que me pertenece, Y que mi gloria sea compartida contigo La caza del jabalí de Calidón
Fin del camino
consolidado.
El uno al otro, nos perdimos. Iba a ir
a tu casa ni bien me levantara. Una tempestad causó estragos, daños
irreparables, y separó nuestras calles casi vecinas. El barrio era un vergel y
ahora se pudre de pena entre un cielo de plomo y un suelo tapizado de escombros
y ropa, basura y ratones. ¿Dónde quedaron los perros, las chicharras, los
sauces haciendo la reverencia sobre las zanjas? El estrago se llevó las veredas
y las calles inundadas guardan cocodrilos; rebalsaron las bocas de tormenta y
el arroyo distante una cuadra de mi casa. Eso, sumado a una temporada pluvial
inaudita, generó nuevos riachos, vados, algunos simples hilos de agua, y
convirtió las calles en nuevos ríos de andar sólido, sobre todo
las avenidas. Del Amazonas, dicen, los cocodrilos migraron hacia el Paraná;
desde ahí, pan comido por el Delta hasta nuestro Reconquista y nuestras calles.
Durante el camino crecieron en sabiduría y estupidez en igual escala. Es una
incógnita el por qué de su mudanza si allá vivían bien (excepto por los
cazadores que amenazaban la subsistencia de la especie: a razón de cuatro
amenazadores de la especie por cada tres ejemplares. Números alarmantes, aunque
los cazadores también se buscan y se rompen a puños y balazos, ello para
favorecerse en el índice cazadores por presa. Si hubiesen aguantado un poco
más, los cocodrilos hubiesen sido mayoría, donde, por ser el Amazonas un río
bastante democrático, hubieran podido hacer valer sus deseos de
río-selva-nación en la paz. Excepto, también, porque no se ha logrado consenso
acerca del menudo asunto de los cupones para la nafta).
Solo se puede
caminar sobre huellas de barro, buzos, muñecos que los chicos no encuentran
porque todo se confunde en esa nada negra que es el suelo. En esta nueva
civilización que nace después del desastre, los puentes, los pasos a nivel y ni
qué decir los trenes todavía descansan agazapados en la memoria de los hombres.
Acá, Arcadia del Sur quién lo hubiera pensado. Si mi abuelo viviera se
escoñaría contra el primer colectivo que se cruzara. Nos acordamos
perfectamente de las personas. Más allá del detalle de que nunca nos olvidamos
lo que es una persona, o la cantidad de cada parte del cuerpo que poseen (dos
ojos, un hígado y el alma, etcétera), sabemos quiénes somos y quiénes son con
nosotros. El temporal no se llevó esas cosas; apenas estamos sabiendo qué era
lo que se llevó, de a poco vamos completando nuestras ausencias, y cada
presencia que nace suma treinta ausencias, premonitivas para atrás. Por ejemplo
“recuerdo que no hay donde apoyar los libros”. Todo lo que hubo de consolar a
su mujer Guido Critopassi, enjugando los llantos de su esposa en la única
camisa que poseía para que no supieran, nunca, qué era lo que ella extrañaba. Ni
siquiera cuando recordó y dejó de llorar, porque la certeza pasó a formar parte
de su vida cotidiana. La injusticia de lo que es. Los libros, la soda, como
toda cosa: van al suelo, pero eso no es apoyar, es dejarlas estar sobre el
mundo como nosotros.
Lo que más molesta
es el olor ferroso de los objetos mezclados y ahogados y lo que no molesta es
que el piso sea de barro. Aunque yo resbalé cuando se derrumbaba mi casa y me
di la cabeza contra un coco que había en la mano de un policía. Lo tiraron a
los cocodrilos cuando recordaron que en medio del desastre (los gatos gélidos
volaban a la buena del viento y los pilotes empapados de las casas eran
arrastrados como condenados, rajando la tierra y arruinando los canteros)
estaba haciéndole un agujerito al coco con un cortaplumas. Casi me corto la
cabeza pero por suerte dio del otro lado y solo me golpeé. El coco tiene pelos;
eso fue como chocar dos cabezas en un centro al área. Me desmayé y tuve
conmoción cerebral; en todo caso se trataba de un jugador-coco casi pelado y
muy cabeza dura. Entonces me desmayé y creo que fue una suerte porque soñé que
andábamos en bicicleta (ahí recordé Bicicleta, lo supe un rato y pasé a
escribirlo rápido en la suela de goma de mi zapatilla; entonces todavía lo sé,
que un día no lo supe, y trato de disfrutarlo a veces). Vos y yo en calles
secas. A upa mío, tus muslos sobre mis muslos, tus gemelos sobre mis tibias y
tus pies sobre mis pies. Arriba, abajo, arriba, abajo. Pedaleábamos juntos. Un
erotismo muy vívido, una cosa estremecedora y alegre. Pero despierto, manchada
la camisa de lana con mi propio vómito, y me doy cuenta de que no recuerdo
dónde está tu casa. Le pregunto a mi familia y me dice que del otro lado de la
avenida, en la que no solo nadan cocodrilos sino también, según el último
reporte que da Critopassi –subido a la pila de escombros más alta, con una caja
de cartón doblada reproduciendo un megáfono-, un grupo de hipopótamos que viven
tremendamente autosatisfechos y enojados. No sabemos todavía cómo es que
llegaron, pero nuestra división del trabajo, que al parecer es natural entre
los seres humanos después de un desastre, ya presentó su pequeño equipo de
investigación biológica de emergencia. Son tres: Critopassi uno de ellos y
completan un viejo destartalado cuyo nombre nunca supe y una chica boy scout. Hasta
ahora no avanzaron en ninguna investigación, pese a las reuniones diarias que
mantienen sobre los escombros de la que fue la casa del viejo (ahora es un
puñado de polvo, colchones y bandejas de plástico descartables que coleccionaba
sin finalidad), a no ser en lo referente al avistaje de hipopótamos. Critopassi
tuvo la idea de utilizar como largavistas el mismo cono de cartón que usa como
altoparlante, instalándole un cristal de anteojo para miope. Entonces: los
hipopótamos flotan un poco y se tiran a tomar sol en lo que fue la vereda angosta,
un poco elevada; si alguien
quiere cruzar lo patean un rato, entre
todos; le pisan el cuerpo, trabajándolo hacia la forma de un canapé y se lo
comen. Después se lavan la boca en la avenida, eructan y vuelven a la costa.
Por mi parte no me
voy a sacar la camisa de lana hasta que te encuentre. Dormí con ella
prácticamente un mes desde el desastre. Todos dormimos de tristeza casi todo
ese mes. No recordamos cómo es bailar, con eso te digo bastante. Vi a dos
chicas que dijeron vamos a bailar y se pusieron a dar vueltas carnero; quizá
sea bailar, pero no lo sé. Pudimos generar algunas verdades particulares en la
duermevela. En el primer fogón después del mes de tristeza le pusimos un nombre
a las verdades reveladas en la duermevela: algoritmo. Yo tuve un algoritmo en
que supe que vos también me buscás a mí. Tuviste una temporada de adicción a la
sopa de pino. Pudiste salirte gracias al apoyo de la familia y mi amor distante
unas cuadras pero lo mismo cuatro planetas y la avenida apestada de hipos y
cocos; aún así tu mente lo tiene en cuenta. Soñaste que los gobernantes nos
iban a matar con un tiro de revólver de cañón corto en cada planta del pie que
llegaría al corazón –y en el sueño te preguntabas cómo podía ser si los
hipopótamos no poseen pulgares opuestos, mas lo mismo te espantaba-. Me mirabas
urgente y yo empezaba a hacer una gárgara hasta generar un campo de fuerza
plateado y luminoso que nos protegía. Después les rompíamos la crisma con
nuestras manos de acero por dentro.
Con un sueño cada
uno empezamos a buscarnos. Todos nos llevamos un poco de mercadería cuando el
agua rebalsó el mayorista. Generalmente los víveres para el vivir diario, y el
que se avispó a tiempo se llevó algún amuleto según le pareciera. Yo hurté dos
crema St. Ives para regalarte si te
encontraba. Vos forzaste una vitrina que se sostenía ufana para afanar una
cigarrera con incrustaciones de nácar que me regalarías si me encontrabas. Durante
el mes de tristeza llovió sin interrupción una serie de días que vos y yo
contamos olvidadamente. Contamos once días de lluvia entre sueños, cenas de
coágulo de rata sobre galletas de arroz y música triste de grillos entre los
escombros. Los chicos se familiarizaron con las ratas y viceversa y las
paseaban con un piolín atado al cuello. La hora de comer coágulo de rata
aplastada era también la hora del berrinche, la pataleta y el espamento. En
verdad no salió el sol ni una sola vez a lo largo del mes, y mucho después
tampoco. Al día veintitrés lloraste de ganas de ver el sol y tener la ropa seca. Yo lloré el día nueve del susto de pensar en
una seca después de la lluvia que nos mataría toda vez
que los hipopótamos no nos dejaban reponer el agua de los baldes. Nadie se
enteró, por supuesto. Me tomé el trabajo de caminar dos kilómetros sobre pasta
de pulóver y barro para llorar solo diez minutos. Hice fuerza para que salga,
pensé en lo malo como tengo que hacerlo para llorar: no mirando directamente a
lo malo, sino el reflejo de lo malo; lo malo espejando y actuando en, por
ejemplo, vos.
Pero eso fue el día
nueve. Bastante después, cuando parecía que empezaba a clarear y reinaban el
olor amargo de las hortensias y el raspar lo negro de las tostadas de galleta
de arroz, que era lo que abundaba y mejor se había conservado en el mayorista,
los gobernantes fueron depuestos por los hipopótamos. Así fue, así lo anunció
Critopassi con una mano en el megáfono de cartón y la otra sosteniéndose los
calzoncillos largos. Un alba dificultosa, sin radio, los hipopótamos se
comieron a los gobernantes. La cúpula humana pensó que podía realizar un
congreso en las costas de la avenida, del tipo Congreso para Establecer un
Gobierno en la Desesperación, pero fueron terriblemente desayunados, y el miedo
nos hizo suponer que ahora los hipopótamos eran los gobernantes. Al menos los
correspondientes por mayoría en sufragio permanecieron dentro suyo hasta el
primer relajo monumental de esfínter. Hubo quien dijo que por fin, que ya era
hora para esa manga de secuaces del hambre. Hubo quien rió largamente, sin
alegría.
La nueva medalla, la misión secreta.
Entonces llegó la noche en que,
vestido con mi camisa de lana, mis zapatillas y mis bermudas decidí emprender
tu búsqueda del otro lado de la avenida. Bueno, me voy ahora, pensé (ahora era
un rato largo). Llevaba un desodorante vacío, doblado y afilado a modo de daga,
cigarrillos de albahaca y una frazada en la que envolví la poca prepizza que
había encontrado y guardado a propósito de mi partida y las dos cremas St. Ives. Mi madre lloraba como un
sauce. Ya estaba todo listo, entonces me quedé esperando la señal; por el golpe
o por todo lo que habíamos perdido o porque es así pensé que la señal venía
después de tener todo listo y haberlo decidido, no antes; todavía no sé cómo es. Pasó un jet. Nos acordamos de lo que era un avión perdiéndose en el cielo. Pero este era negro. Antes
no eran negros y agoreros como un cuervo negro. No me importó; no conocía de
augurios. Los hipopótamos, pensamos, tomaron el jet y lo vuelan satisfechos y
enojados. Me estaban volviendo loco los hipopótamos. Pensé que me volvería loco
por lo que ellos me hacían pensar. Tomé también un dedal con un poco de whisky
que encontramos entre los escombros de mi casa a raíz de que el vecino nos lo
robaba y lo enterraba en la tierra -por eso sobrevivió la botella, y lo
usábamos para los cumpleaños u ocasiones como la mía de estar yendo a tus
brazos o la muerte-. Realicé libaciones en nombre de nuestra ciudad, en nombre
tuyo y de las cosas en general (“¡Por este pueblo condenado, por vos, y por las
cosas en general!”). Repuse whisky en el dedal y lo tapé con mi meñique
izquierdo.
Había otros
peligros en el camino: asesinos a sueldo agotados y meditabundos, ladrones de
día y noche incapaces de robar aunque más no fuera un abrazo o unos fósforos
húmedos. Así se le aparecieron a Critopassi, firmes en su jerga pese a la
ternura y la desolación que asomaban en sus móviles: “dame todo”; “no tengo
más” contestó el pobre Critopassi que ciertamente se la pasaba sin nada de los
abrazos al avistaje de hipopótamos y de ahí al altoparlante. “Dame, entonces,
lo más preciado que te quede”. “Son unos fósforos húmedos, eso es todo. Son un
recuerdo del mes de lluvia y siesta en la tristeza”, se defendió Critopassi,
apretando los fósforos, que colgaban de una cadenita, dentro de su caja, contra
su pecho. “No nos importa, te vamos a robar ¡Ja, ja, ja!”, y le pegaron con un
palo en la cara y le robaron los fósforos húmedos, para luego correr contentos
al mercado negro y cambiarlos por otra cosa de mayor valor; haciéndolos pasar
por fósforos secos, claro está. A Critopassi no le hizo falta dar ni un paso
para llorar. Lloró ahí, enrollado sobre sí como un caracolito asustado (algunas
lágrimas hicieron plip contra una lata vacía de tomates perita en conserva y el
tintineo fue dulce), hasta que el miedo a otros ladrones lo hicieron reaccionar
y volvió para sus escombros, donde tenía trabajo que hacer, ahora,
urgentemente.
Sabía que en el
camino a tu casa me exponía, también, a mi natural falta de orientación y a una
variopinta tribuna de infelices desheredados por el ciclón, del tipo animales
famélicos, verdugos desempleados, agricultores con azadas pero sin tierra -pero
antes ya no había agricultores por acá-, televidentes con abstinencia,
borrachos demasiado tiernos, niños cínicos, avaros y avaras regateándole al cielo,
deportistas, vendedores de garrafas bebiendo gas melancólicamente y antiguos
detectives somatizando su falta de tabaco en raptos de emoción violenta y
caspa. Mi valentía se hallaba desbocada. Quería agarrarte la cara y los muslos
y plantarte un beso elegíaco. Esperé, finalmente, hasta la noche de luna llena
(fueron tres noches de lo mismo: permanecí exactamente en la misma posición) y
me alejé de los escombros de mi casa. Mi madre agitó un pedazo de tela, sentada
sobre nuestras vigas y la puerta de la heladera. Qué frío, de pronto.
Llegué a las costas
de la avenida con un poco de esfuerzo. Recordaba cada vez más y la cabeza, si
bien tortuga, se cebaba con lo viejo. Esquinas y portones de hierro o madera
que conocía, despachos ilegales de bebida que me habían hospedado muchas
noches, alguna cancha de fútbol. Me vi en la zanja de una esquina, la esquina,
trasegando petacas de Bolskaya, cabeza abajo, con los pies apoyados en la pared
o sostenidos por alguien (el récord polaco sub-15 es de 8,9 segundos). Una
petaca cada uno y la cerveza debía girar. Después fumando y girando sobre mi
propio eje, para que el alcohol no hiciera escalas hasta el cerebro. Después
corriendo de alegría desesperada, porque todo era esa zanja y ese momento. Después
no recordando mucho pero muy divertido. Después conteniendo el vómito en un
remis o caminando hacia atrás con la certeza de estar caminando hacia adelante
o acostado y vomitando en una zanja o abrazado a la araucaria. Después
jurándome cesar con eso y durmiendo. Después en boca de padres, ese chico es un
borracho. Pero después de vuelta en la esquina, cabeza abajo. Como esta recordé
algunas otras, partiendo casi siempre de las cosas al olfato y de ahí a la
memoria (el olor a jazmín que me trajo a mí mismo, asomado entre las nieblas
solidarias del clericó en caja, conversando tres horas sobre juegos de Sega y
lo que supuse que era botánica con el despachante de bebidas que atendía en
calzoncillos y era una infamia su erudición).
Tuve que matar
animales (veintiún perros rabiosos, nueve gatos, dos cotorras) y apuñalé a un
verdugo por la espalda. Tiré whisky sobre su frente a modo de expiación.
Agonizando, me dio las gracias; no supe por qué. Caminaba y de a ratos corría
con mi cigarro de albahaca colgando del labio; hacía zigzags cuando el ruido de
las balas me ponía paranoico. Quizá el no poder creer que me estaban disparando
solo por correr al otro lado, o la sospecha de que las balas perdidas eran lanzadas por
aburrimiento pero me podían matar. Estar yendo era poder morir de cualquier
dimensión, de adentro o de afuera y las zapatillas no tenían plantillas, las
mil formas de morir que se plantaban frente a la única de vivir. Sin embargo me
movía. Como si Alem hubiese escrito que se rompa pero que se doble que ay esta
mi vida que vibre o tenga frío. Cualquier cosa -cuánta hipocresía-. Cuando los
pac pac no me hacían mella, avanzaba firme y abstraído hacia tus brazos o la
muerte, silbando la “Canción de dos por tres”. Sin extrañar nada, ni a vos si
al buscarte estabas muy allí en cada paso en cada daga que incrustaba y en el
frío sobre todo bajo la luna que era lo más caro en el fondo, lo más difícil si
cualquiera clava una daga o da pasos hacia la muerte pero difícil si el frío se
dobla bajo la luna, se dobla y nos quiere aplastar cuando cada vez falta menos,
cuando no es posible pensar en los amigos ni en uno ni en vos, en ese momento
no pensaba en vos, había elegido un signo que eras vos porque toda entera vos
te hubieras congelado conmigo, el signo eras vos inclinada sobre el pasto con
los perros mansos alrededor, eras un signo de calor, pesaba poco y daba calor,
eras un daguerrotipo amarillo que lubricaba mis rodillas que debían estar allí
aunque no las sintiera ni para el dolor, eras vino tibio para mi garganta
cuando llegué a las costa de la avenida.
Gargamel en calzoncillos.
Los hipopótamos tomaban luna en
reposeras, intentaban conversar en nuestro idioma y comían brazos de los
nuestros a modo de tentempié. Eran miles y evidentemente habían adoptado muchas
de nuestras costumbres, como los sombreros (pero antes ya no se usaban sombreros),
la avidez de carne y el tabaco después de comer o a la hora de la bebida. Bebían
los mejores vinos del mayorista, en las copas más grandes y finas. Hubo los
hipócritas y cobardes que depusieron sus armas ante los hipopótamos. Con
altivez y deferencia se rindieron, ambicionando convertirse en los cretinos del
rey. No se imaginaban que su derrotero consistiría en vivir ataviados con un
delantal rosa y negro, yendo y viniendo del mayorista a la avenida para servir
a los hipopótamos el mejor jamón español, las más crocantes papas fritas y las
mejores botellas. Allá ellos, cuando me los cruzo escupo el piso. Me detuve en
el fango anterior a la costa. No me miraron porque tenían carne humana de sobra en las fuentes de porcelana y estaban borrachos,
divirtiéndose con el espectáculo de dos hombres
disfrazados con trajes de etiqueta, batiéndose a puño limpio sobre un tapete de
los más persas que se podían encontrar en el mayorista. Se pegaban y se
mordían. A uno le faltaba un ojo y al otro las orejas. Finalmente les
concedieron unas hachas chicas para terminar el espectáculo. Con una de ellas
el tuerto sesgó la nuca del otro, después le rompió el esternón a hachazo
limpio, metió sus manos dentro, revolvió y tironeó hasta que su mano se alzó
ufana con el corazón del hombre sin orejas. Los hipopótamos vitorearon,
chocaron sus cabezas y se revolcaron en el fango. En el momento cúlmine de la
lucha entre los hombre todos los hipos se habían incorporado de sus reposeras. El
vencedor se acercó prosternado hacia el hipopótamo que descansaba en una
reposera más mullida que las demás y depósito a sus pies el corazón del otro.
El
hipopótamo lo tragó sin masticar, le convido al hombre de su propia copa de
vino, le puso tres cigarrillos en la boca, le dio fuego, le dio de comer un
poco de jamón ahumado humano. Los otros hipopótamos se daban cuenta del acto
antropofágico y reían ebrios de satisfacción. El hombre bailaba estúpidamente,
queriendo complacerlos. De pronto el hipopótamo mayor incorporó su cabeza, la apartó
levemente de la escena, miró de soslayo a sus camaradas, mostrándose aburrido,
presa de un tedio, aplastó la cabeza del hombre contra el fango, con una de sus
patas, hasta que éste dejó de patalear. La fiesta continuó. No se interesaron
en mí porque éramos muchos hombres a uno y otro lado de las costas, observando
el espectáculo, o agonizando, arrodillados buscando su favor o esperando que
algún pedazo de carne volara hacia nosotros. Te voy a buscar por siete vidas,
preciosa, me te dije. Voy a vivir cada día habiéndote encontrado.
Le tiré un
cascotazo al hipopótamo más próximo, distante quince metros. Se dio vuelta,
pervertida la movilidad por su estado en extremo obeso y alcoholizado. Me miró;
ellos también miran, con los ojos siempre imbéciles, pero éstos además
mostraban la suspicacia que imprime el contacto permanente con el ser humano. Me
miró a mí, no a la chica que tosía postrada a mi lado ni al hombre que
fagocitaba entre extenuado y adrenalínico una lata de viandada. “¿Qué hay,
sorete, hijo de puta?”, pensé en gritarle; sin embargo mi boca no se abrió. El
viento soplaba manso, lo sentía refrescar mi pelo encrespado y cubierto de
transpiración. Era un viento azul, o violeta, el viento fresco que da de tomar
si uno logra asomar la cabeza por encima de las otras en un recital. Mi
valentía era un solo de Art Blakey. El hipo se incorporó, como pudo, y se
acercó unos metros hacia mí, blandiendo un cuello de
botella de Federico de Alvear. Le tiré dos cascotazos más que le dieron en la
cara. Después un ladrillo que lo hizo trastabillar. Estábamos a cinco metros el
uno del otro, sobre la costa, porque yo también había avanzado.
Los demás,
todos, miraban en silencio; la fiesta se había vuelto entretenida. Corrí hacia
él, la luna o un reflector de los que iluminaba la avenida refulgió en el oro
de su pulsera. Hay situaciones en las que no pienso, mi mente es pura velocidad
sobre una imagen nítida. Llegué a él. En el primer impacto no usamos armas. Lo
embestí con mi hombro derecho en una de sus piernas; no se movió. Caí seco, al
lado suyo. Le mordí un pie. Pie sabor ácido y gris. Abrió la boca gigante y
gritó y en una suerte de espamento me cortó en la espalda con uno de sus
cuernos peludos. Un tajo largo y poco profundo. Nadie intervino. Me quemaba un
poco, pero eso era todo. Me puse a bailar un paso del estilo del capoeira, más
por nervios que por convicción. Me miró perplejo. Grité. Gritó. Salté. Se me
abalanzó con la boca inmensamente abierta. El cuello de Federico de Alvear dio
en mi cabeza, pero toscamente y de costado, no con el filo y en punta. Ahí sí
pensé: “Todos pasan. Todo pasa”, y le hundí mi daga en el fondo del paladar. Medio
brazo adentro de su boca como una cueva calurosa, rosa podrido y cada vez más
vieja. Una cueva caliente y sulfurosa como una mina subterránea y extraña como
una caja de música incidental. Lo vi caer, derrumbarse sobre la playa como un
edificio implosionado. En su descenso, le saqué el sombrero de un manotazo. Vomitó
sangre y champagne, olía a sangre y champagne y sudor de agonizante. Se cagó
del miedo y murió llorando.
Como mejor pude,
corrí. Corrí más rápido que siempre hasta cruzar la costa; pisé el brazo y la
pierna y la cabeza de algún hipopótamo que se me interpuso; la borrachera les
había esquilmado la lucidez. Así pude badear la avenida. Estaba del otro lado,
por primera vez veía mi lado del pueblo desde el otro lado y era un cuadro
mucho más glorioso que el Guernica; lo bañaba un color que era poco pero
suficientemente amarillo y negro como para llorar gloria por ayer o por el hoy.
Ningún hipopótamo me siguió, se quedaron en la costa, calculo que intentando
seguir con su fiesta porque el miedo les incomodaba y yo no era más que un
estorbo en su banquete. El banquete seguiría, por supuesto, y los cocodrilos no
solo no eran convidados sino que eran usados por los hipos como cepillos para
rascarse la espalda. Así es que iba a tus brazos, a tu respiración o la muerte
sin sentir ningún encierro. Con la sangre que me salía, poca, de la espalda, se iba algo más. Un living, un agua
pesada. Mi valentía era azúcar de un paquete perforado cayendo al vació desde
un balcón.
Pregunté por tu
casa a todas las personas que vi. Nadie sabía nada. “Es de este lado”, aseguré
yo. “Preguntale a Flecha”, recibí. Entonces hice un hueco con las manos pegadas
a mi boca y grité su nombre. “¡Flecha, Flecha, Flecha!”, y la gente, que tenía
un aspecto mucho peor que la de mi lado, también gritó desde el piso y desde
arriba de sus propios escombros, “¡Flecha, Flecha, Flecha!”. Creo que todos, en
un momento, de tu lado, gritaron Flecha. Vos gritaste Flecha, el grito llegó
hasta vos para que yo encontrara a Flecha y me dijera dónde era que estabas.
Cuando me quedaba
poca voz apareció Flecha, en un ciclomotor, enmochilado y en cueros. Me dio
bronca verlo en moto, tan cómodo trepando y bajando montañas de escombros. Se
lo dije y me contestó que “soy el mensajero de todo este lado, si no te gusta
te vas a tener que joder. Ella también te busca y su casa está a mil metros
hacia allá” (señaló con el dedo un punto cardinal superlativo, algo así como
muy al oeste).
Tonada de luna llena, gigante.
En uno de los ríos, qué calle era ya
no sé, abajo de la luna, no hace frío, una garza morada mira hacia adelante. Se
puede adivinar qué otra cosa hace mientras mira, o lo que mira con sus
botoncitos marrones, pero no se puede saber. Se baña en luna, dulcemente severa
con las plantas y las rocas, y quizá eso sea todo, estar en el río, pedacito de
escultura en una catedral mayor, diremos nosotros, pero ella no dirá nada. Vigila
por costumbre y se moja las patas en el agua.
Entonces aparece un
carpincho que no podría ser llamado gordo sino carpincho, marrón gris, manchado
de barro en la punta de sus pelos, se transporta con dificultad y con hambre y
tenso en la noche, ausente de la luna, sin rigor y hambriento olvidadizo, sucio
y sus ojos investigan desparejamente el musgo y los sauces,
esquiva una, dos ramas sin brotes, sigue cortando la humedad que le es suave.
Se ven y se
esconden. Él alcanza a ocultarse todo menos sus ojos brillantes y negros como
un segundo y un tercer hocico, sus guijarros de vidrio con fondo móvil y
archivos de todo el río y las últimas lluvias, de todos los árboles y las
plantas, los helechos, panaderos y las moras y los nísperos. Ella se oculta en
su lugar, no le hará falta moverse, al contrario, para decididamente hacer de
cuenta que no vio nada entre la corteza del paraíso al borde de la zanja
rebalsada y un poste de luz muerto, aunque su semblante mude, perceptible en
las fibras tensionadas de sus muslos y su cuello, mude del silencio como
declamación obstinada al silencio como impostación histriónica y sorprendida. Se
vieron y el tiempo comienza a pasar de un modo en que las almohadas son de
arena suave y tibia y los pinos amurallan una ciudad haciéndose pasar por
tontos, para que dentro ocurra lo que tarde o temprano debe ocurrir.
La garza morada
esconde el pico tras de un ala, inclina la cabeza, baja los ojos. El
carpincho,
erizado, gana la distancia que los separa. Pero entonces la garza lo aparta, un
picotazo, dos, un espasmo que rompe la totalidad … del río pasando sin pausa. El
carpincho prepara la retirada, apunta los cuartos delanteros para un costado,
es rabo entre las piernas, cuando ella -ahora es ella- se arrima lenta y lo
acicala con un ala en la zona de la herida. Él vibra, hosco. Pero sus retóricas
van perdiendo compostura y se abandonan en una elocuencia casi mineral. El
carpincho no demuestra pero se muestra perdido, lo que equivale a carpincho
asustado, carpincho vivo. Ella, cuesta saberlo, allí sobre una patita, casi un
junco, aplomo y liviandad, osofete colorete una do-li-cua, de-la-li-men-tuá. Sola
y sus alas bajo la luna, su plumaje entre violeta y contenido, consintiendo al
agua y al musgo y la piedra con su patita -la otra plegada-, en silencio y en
resinoso combate con quién, con la luna, con el río, con la garza morada. No
busca crustáceos; habrá comido.
El carpincho apunta
sus bigotes cansados hacia ella, “has visto, nos matan a cada rato”. “Sí”
-ella-, “y también nosotros llevamos rifles”. “Sí” -él-, “¿comes higos?”.
Y si acaso al
mirarse encuentra el uno en el otro belleza y sus propios corazones, es dentro
suyo donde sienten florecer la chispa del amor y es en sus propios pechos donde
asisten a la contemplación que el otro hace de sí mismo, porque Rocamadour.
Y hay una zona
imprecisa de la llanura, entre ellos y un poco más afuera, en que el rocío y el
aire y la maleza viven embrujados como si un manto de permanencia los
distrajera del acontecimiento, y una estela nocturna tenue y azul alineara
todos los momentos del tiempo reuniéndolos en ese solo momento de penumbra y amor.
En la araucaria, un
lechuzón observa. Quizás reproche a algo, a alguien, los ojos que le fueron tan
dados, que lo miran todo, su tonta brújula, su condición de pulso herido. Pero
quizá no, quizá solo mira. Esto ocurre en un río, en la noche de la llanura,
bajo la luna, los cauces como rayas caprichosas cruzando el plano siempre
tanto, aunque los ombúes y los zorros dibujen quietud y agazaparse, sombras más
oscuras que la sombra.
Así es como se enamoran sus corazones.
Pasto dulce
de las fieras amargas.
Todo era
escombros en tu
lado, pero la
gente estaba al revés. En mi lado había un egoísmo
-excepto Critopassi- por la tragedia. Habíamos
trazado con cinta de peligro la línea de lo que habían sido nuestros terrenos,
como perros nostálgicos meando árboles talados. En las celebraciones el más
popular era el que recreaba más fielmente con sus palabras un día cualquiera
antes de la tempestad. El equipo de investigación biológica de emergencia
jugaba a la radio AM: el mismo cono de cartón de siempre con un poco de tierra
y papel adentro daba la ilusión del filtro radial. A Critopassi le gustaba ser
Héctor Larrea, al viejo destartalado Dolina y a la chica boy scout le gustaba
hacer los jingles, aunque todos prestaban su voz y sus dotes actorales para
hacer de oyentes o invitados. Eran un dream team. Transmitían después de la
cena desde su estudio itinerante, una pared de durlock con rulemanes impulsada
por una soga. Daban la hora según las necesidades intestinales del viejo y la
temperatura según el humor de los perros.
Sorteaban tela en buen estado, suelas
Febo, botellas de jugo Carioca para disolver, pelotas de engrudo, recortes de
revistas. Para ganar había que responder consignas simples como “¿Cuántos dedos
tiene Héctor Larrea (Critopassi)?”. Todos sabían que tenía diecinueve toda vez
que el meñique se lo había comido una piraña en el río Reconquista cuando era
un chico. Le mostraba el muñón a los chicos que se portaban mal y aseguraba no
extrañarlo porque, si bien había buscado, no había podido encontrarle utilidad;
incluso ofreció el del pie derecho a cualquiera que le presentara un proyecto
sólido e interesante. Como toda persona de valía presentaba sus
contradicciones, teniendo en cuenta el apego a la cajita de fósforos que le
valió un palazo en la cara y el desdén por sus propios garfios.
La idea era que
todos ganaran algo alguna vez. Había algunos bados en la avenida -el acoplado
de un camión, hojas podridas, cables-, y por uno de esos cruzó cierta vez el
equipo completo de “Radio Tremenda” para transmitir y sortear de tu lado
durante una semana. La alegría cuando volvieron y contaron que habías ganado un
durazno y una calcomanía de los Beatles. Al programa veinticinco llevaron al
estudio músicos verdaderos que percutieron objetos de distintos tamaños con
cucharones, silbaron y cantaron “Los ejes de mi carreta”, “Volver”, “Kilómetro
11”, “Golondrina”, “Garufa”, “Zamba de Valderrama”, “No me dejan salir” y para
el cierre pidieron que las personas armaran una olla grande pero grande en
serio che, más grande, ahí va, y se fueron con “Ji, ji, ji”. Lo fantástico de
un pogo en el que no había ropa por romper o ensuciar ni gente sin ganas de
saltar ni cosa por derrumbarse, todo estaba ya destrozado y embarrado y aún
vivo en nuestra aldea irreductible. Se escuchó en todos lados porque la gente
se iba repitiendo lo que escuchaba, amplificando la señal hasta tu lado y más
allá. También yo jugué a repetir lo que decían y cantaban y bailé las canciones
pero por dentro deseaba que un día volviera a ser nuestro lado y ya, el lado,
si se quería, pero nuestro y no el tuyo o el mío. Recordé las palabras del
pobre desvariado: “yo no quiero salud sin Luscinda”. Naturalmente, la cantidad
de personas que fueron repitiéndose la transmisión provocó el efecto teléfono
descompuesto, por lo que al promediar la costa de la avenida los locutores eran
Pergolini, Magdalena Ruiz Guiñazú y un luctuoso, aunque vivo, Antonio Carrizo,
mientras que la música era siempre algo parecido a “La Cucaracha”. Al llegar a
tu lado, en cambio, “Super Radio Tremebunda”, comandada por Matías Martin,
Lalo Mir y Macaya Márquez había festejado su programa número
cien sorteando dos cero kilómetro, viajes a la
Patagonia, almuerzos para dos en Clo Clo y terminado la noche gloriosa con un
triple concierto a cargo de La Nueva Luna, la formación viva de Sumo con Rubén
Rada disfrazado de Luca Prodan y la participación sorpresiva de Bob Dylan,
dirigidos por la rama de sauce de Baremboim. No a todos les gustó el concierto
de Bob, es cierto, pero cómo cantaste. Más allá de lo que tal vez se escuchó,
hubo cohetes. Mis hermanos y secuaces encontraron hierro y pedernal e hicieron
fuego sobre los restos de la fábrica de Júpiter. El cielo fue uno y tecnicolor,
y más abajo también porque las cañitas voladoras salieron para todos lados. Los
hipopótamos ocultaban sus ojos encandilados. Lloramos ebrios de felicidad y
nostalgia. No hubo heridos.
La delincuencia
estaba instalada más como un antídoto que como un medio de supervivencia, ya
que como decía Critopassi, “no queda nada por afanar”. En cambio acá, en tu
lado, reinaba la camaradería, el chiste al paso, la chanza suave y hasta el
chasco al toque. Incluso estaban los que juraban preferir esta nueva modalidad
de vida. Era una gloria como de cuadro de Eduardo Sívori. De los escombros iban
haciendo, de a poco, nuevas casas, más lejos, y en su lugar preparaban la
tierra para lo que se les antojara plantar o allí quisiera crecer. Su aspecto,
peor, se debía a la suciedad que les causaba el trabajo duro; las personas
tiradas en el piso eran personas descansando de los picos y las palas,
conversando sobre el futuro, incluso sobre el presente. La tempestad los había
dotado -al revés que en mi lado- de una memoria harto mejor. Encontraban un
gusto extravagante en sobrevivir y tenían mucho para decir y para callar. El
pasado no era más que un amigo, bien muerto; un fantasmita pintado en la
sombra.
Me dieron de comer
acelga salteada con ajo y huevo. Lagrimeé, con disimulo de sabor y felicidad. Estaba
muy bien visto eructar así que eructé fuerte y tuve el honor de inaugurar con
un pedo fétido y altisonante el segundo gesto, de confirmación, de la
satisfacción culinaria.
Me puse a caminar
hacia tu casa entre las piedras desparramadas y las huertas chicas en las que
habían hecho plaga la cebolla de verdeo y la sandía y el zapallo rastreros. Qué
gente amable, qué suavidad la de la luna por tus lados. En tus lados el cielo
estaba despejado. Tuve vergüenza por el mío, por nuestra flaca actitud, y me
sentí despreciable por estar entonces del buen lado, sin hambre, sin recelo,
entre fogones (sabían todo acerca del fuego). Mi privilegio fue por un rato mi tormento. Encontré un
matorral joven y ya me disponía a hacerme un ovillo para reconcentrar en esa
idea, renegar de nuestra señora la redondez del mundo, cuando Flecha pasó como
un haz de luz en su moto y me dio un toque en la nuca. También me gritó algo,
pude escuchar “imbécil”, “libertad”, “chabón” y “básquet”. Cuatro palabras
sueltas y el desafío de hilvanarlas me bastaron. Me incorporé, prendí un nuevo
cigarrillo con brasas de un fogón medio apagado y seguí a tus brazos o el
peligro de no encontrarte. Qué cagadón, pensé, si no la encuentro. Entonces
parecía que estaba fácil, serían mil metros hasta tu casa o tu casa nueva,
hecha de verdes y maderas y un níspero o un limonero. Ya no sangraba, y la
noche, la luna, estaban plenas.
Hice cien metros,
mi silbido atravesaba la mugre que me cubría, “ya no quiero vivir, así, repitiendo las agonías del pasado…”,
aunque no tenía nada contra los hermanos de mi niñez, al revés, mis hermanos,
algunos amigos, los extrañaba como un elefante solo, perdiendo su berrido en la
tarde de la sabana. Así venía, bien, cuando escuché, lejano pero ahí nomás, el
sonido maleable de un paquete abriéndose. Miré a mi izquierda, no vi nada; un
poco más adelante, tampoco. A mi derecha, quince metros por fuera de mi camino,
un grupo de mujeres, jóvenes y viejas, vestidas con telas oscuras, hacían
crepitar infinidad de paquetes de golosinas de todo tipo: Picodulces,
Vauquitas, monedas de chocolate, Tortuguitas Rospo, Gotitas de amor, Mecanos,
Chupetines bolita, chicles Dinovo, Puajjj, Nerds, M&M, Crazy Dips, paletas,
caramelos Gajitos, Tronquitos, Sugus, Suchard, Butter Toffies, Palitos de la
selva, bombones FelFort, de cerezas al rhum -no me gustan- Lengüetazos, las
tenían todas. No sé cuánto llevaba sin probar una golosina, tal vez semanas
enteras antes de la tempestad; soñaba con golosinas, con un chocolatín después
de la comida o a media noche. Eran imposibles de conseguir. De hecho, las
recordé y recordé mis sueños chocolatosos cuando las vi. Las viejas los abrían,
los probaban y los ofrecían, capciosas. Las jóvenes los mantenían cerrados,
invitadoras y amenas. Me acerqué un poco, como si no alcanzar a ver con
claridad, con el gesto de quien quiere oír mejor, pero sabía, sabía que eran
mujeres sosteniendo golosinas, ofreciéndolas a quien quisiera degustar. Cuando
estuve a tres metros suyo mi mente ya era un Guaymallén blanco y grasoso.
Saqué mi daga,
inflé el pecho, olí ese concierto dulce. “¿Sí, joven, qué deseas?”. “Nada”,
mentí, “cuido los caminos, soy el sereno de su descanso”. “Debes de sentirte
agotado”, prosiguió una de las viejas que lucía Naranjú desparramado alrededor
de su boca, “¿será que un dulce chocolate o unas frescas grajeas de manzana
sean de tu agrado y tu valía?”. Mis glándulas salivales manaban líquido;
empezaba a babear. “¿Qué piden a cambio, mujeres?”, pregunté. “Tu daga y tu
descanso. Solo un rato”. Me sentí agotado; no dormía hacía días -sentí-,
estaba herido. Pasó una caravana de familias tocando una música de guitarras
muy dulce, sobre carros humildes
-sabían todo acerca de la rueda, de tu
lado-. La canción decía de ir hacia la tierra del agua, los sauces y los
nísperos. Quise levantar mi mano para saludarlos, pero me pesaba; ellos, por su
parte, me evitaron. Tragué todo ese jugo y proseguí, sórdidamente, “¿qué podría
degustar?”, una de las jóvenes afirmó “todas las golosinas serían tuyas
mientras permanecieras aquí, con nosotros”. Me pareció que sus aros estaban
hechos de Mogul. “No es mi intención quedarme acá eternamente, solo que hace
varios meses tengo ganas de probar algún cuadrado de choc…”. Parlamentaba como
un loro y me rascaba la cabeza cuando uno de mis codos tanteó, dentro de la
frazada, uno de los frascos de St. Ives.
Recordé. Te recordé, a tus brazos o la muerte, el descanso llegaría de veras
cuando tus brazos… la prisión llegaría si probaba… Caí en la cuenta, cómo
explicarlo… estaba siendo estúpido.
Habiendo sufrido el
estrago de las lluvias, la furia de uno de los elementos, supuse, en un acto de
torpeza emocional, que los grillos -cuyo canto siempre adoré-, en tanto seres
vivientes y quizá también damnificados por el agua, actuarían en favor mío, en
favor tuyo. Pero no. Tronaban, ensordecedores, como un clímax monocorde de
violines. Me acuclillé, buscando claridad. Lo escuché a Flecha; me gritó desde
lejos “no te acerques”; ya era tarde. “¡Si te agarran no te largan, te empachan
y te comen. Cuidado con los lengüetazos y las víboras de gomita!”. Miré a mis
pies, estaban totalmente enredados bajo una maraña de caramelo, chicles globo y
víboras de gomita. No podía moverme; apenas luchar un poco. El dulce iba
subiendo por mi cuerpo como mercurio en el termómetro, durante la canícula. Me
están chupando, la puta que me parió, dije. Perderse, perderse como moscas en
un frasco que se cierra. Estaba cansado de mí sobre todo y de las viejas y las
jóvenes de las golosinas y de Critopassi y de Flecha, te quise visitar más que
nunca, o la muerte. Le arranqué a una de las mujeres una tira de Fizz -te acordarás del Fizz, ese caramelo colorido relleno
de uno ácido industrial que lo deshacía todo-, le saqué el papel, los rompí con
mi boca, les tiré jugo ácido en la cara a ellas y tiré jugo ácido en las
gomitas que me enredaban los pies, quemándolas, librándome de ellas.
No hay nada entre vos y el mundo,
Josele.
Me di vuelta y vi al jet estrellarse
de mi lado. Había crecido, volando. Había sido un jet chico, para una decena de
personas o tres hipopótamos, y ahora ostentaba diez cuadras de longitud y cinco
de envergadura. Cayendo, planeando triste hacia el suelo, sin futuro, oscureció
mi lado, cuando aclaraba, y barrió casi toda la superficie. Decir que todos,
también mi familia, estaban en una esquina del mundo, asistiendo al aniversario
de Guido Critopassi y su esposa. Hubo cueca, gato, cumbia y rock; si no, san la
muerte. No se podría decir que el avión, transportando aura cuarenta y cinco
hipopótamos adultos -que se las habían rebuscado para empomar en el aire,
manejar el jet y criar a sus hijos, todo con una sola carga de combustible- y
ciento treinta y nueve hipobotijas en pañales, rompió algo; confirmó lo roto,
despabilando a unos y otros según pasaran su vigilia acostados, de rodillas,
sentados o caminando. Fue como un árbitro-avión que frenara el partido cerca
del final, convocara al equipo en desventaja en ronda, pusiera a circular un
bidón de agua y, envolviendo la pelota con un brazo, exhortara; “señores, van
perdiendo 2 a 0 y ninguno ha muerto”, si bien algunos, desde la tempestad,
habían muerto. Pero lo mismo diría “ninguno ha muerto” para darle fuerza al
argumento. Estaban vivos los amigos, los hermanos de mi niñez.
Salí corriendo,
volví a la senda marcada por pezuñas, ruedas, botellas de ginebra Llave y olor
a meo de perro y a pollo vivo. El camino -casi una orilla- estaba dispuesto
como a propósito hasta tu casa. El resplandor de las luciérnagas hacía lo
propio y mi valentía era un buey convaleciente, porque “la convalecencia es una vuelta a la infancia”, dijo el Hombre de
la Foto Haciendo Pucherito. El mapa temporal es difuso, quizás sobresale que el
monstruo, un monstruo, qué monstruo, se había hecho globo hasta explotar en el
cielo, y ahora llovía un chubasco digno de Copacabana más que de un camino
paralelo a la avenida que un día volvería a estar seca. Qué pena porque sí, qué suave me deslizaba
en un crepúsculo roto. El chubasco duró lo que cualquiera y se fue. Las gotas
estaban frías y pesaban. Lavaban. El
viento trajo el olor a tierra mojada. Estaba, simplemente, yendo a tu casa,
en camisa y bermudas, con tu obsequio, lleno de talismanes, susurrando, tomando
aire de los cercos de caña y las ligustrinas que volvían a crecer. Unos chicos
jugaban pases al costado del camino, todo remitía a las piernas, las manos y el
pecho.
Caminar imantando
las cosas, queriendo imantar o que escuchen lo de adentro. Mi valentía era
yerba Rosamonte. No hablaba, pero hubiera sido, la voz saliendo, un
pterodáctilo pasando por un túnel de terciopelo. La boca blandísima, la herida
celeste en el cielo avisaba de una noche mejor que todas las noches del pasado,
un susurro que negara la tristeza de un camino a la noche, de la expectativa
demasiado larga. Veintiocho pájaros, por jugar a un número, mezclaban el
horizonte, raudos y apacibles. “Esto es la realidad”, me dije, me exhorté.
Caminaba con el asunto del viaje, de la situación en mi lado, del desarreglo de
los días, o era desarraigo. No quería que te tocara esa palabra que no sé cuál
es. La noche se había disfrazado de aldeana bielorrusa. A nadie faltaba, y esto
pasó, lo supe después, en todos los lados, su gajo de luna resbalando suave
sobre los ojos ni la bocanada fría que bajaba desde el cielo en curvas
dislocadas, desprestigiando los peinados y las boinas, si alguien usa todavía
boina.
Si el viaje a tu
casa duró un año (así lo sentí), fue un año incierto, habría que mirar muy
adentro o muy lejos para conocerlo. Faltaba poco camino, casi todo en línea
recta y hacia el final algunos giros. Llegada. Justo abajo de la luna,
consintiendo la noche, los ojos llenándolo todo, los perros ahí donde se
sintieran cerca tuyo, te vi.