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"Pezera", por Cuper Escobar


El escritor Juan Pablo Cuper Escobar nos comparte su cuento "Pezera", acompañado por una fotografía de su autoría. 

Me compré un axolotl. Ya no me gustan los perros ni los gatos. Me recuerdan lo más insoportable de la rutina. Darles de comer, cuidarlos, hablarles, y todo lo que signifique la domesticidad. Me recuerdan un poco a mí cuando tengo que ir a trabajar. Dicen (dicen) que la especie humana proviene del mar, del agua. Por eso me compré un axolotl, porque su fisonomía, quizás, sea muy semejante a la nuestra, de cuando nos escapamos del agua por alguna razón desconocida para emerger a la tierra y seguir escapando, pero ahora de nosotros mismos. De noche, los perros y los gatos se tiraban en mi cama mientras dormía. Me despertaban dos o tres veces por noche. A la tercera vez ya me quedaba despierto porque se hacía la hora de ir a trabajar. Por eso me compré un axolotl. Porque me recuerda a cuando no teníamos que ir trabajar. A cuando nadábamos de madrugada hasta que nuestra piel se arrugaba y temblábamos y salíamos a respirar a la superficie antes de ir a dormir y que nos despierten los gatos y los perros. Un axolotl es más tranquilo. Solamente te mira directamente a los ojos, sin pestañear, como ese juego llamado “el que pestañea, pierde”: el juego de mirarse, de acordarse que aún pueden mirarse sin pestañear. La piel del axolotl es una especie de papel translúcido, en el cual pueden verse líneas, apenas, nervaduras y sangre yendo y viniendo, como en un poema.
No tiene nombre. A veces nombrar es inútil o simplemente imponerse. Una impostura. Puedo referirme a él o a ella como ‘axolotl’ porque alguien se anticipó, porque desde tiempos inciertos se lo llama de ese modo. Pero yo no le puse nombre. Al mismo tiempo le compré una casa, es decir, una pecera, un cubo lleno de agua y algunos juguetes que remedaran el fondo del mar. ¿Cómo habrá sido el fondo del mar antes de escaparnos de ahí? Me compré un axolotl y lo metí en una pecera. No deja de mirarme. No para. De un momento a otro siento la necesidad de ponerme en movimiento. Entonces empiezo a poner las cosas en su lugar, o en algún lugar donde puedan seguir funcionando. Porque en este mundo es necesario que absolutamente todo cumpla una función. Trato de no pensar en que me está mirando. Intento obturar los ruidos que exceden a mis pensamientos. Camino de una punta a la otra para intentar identificar todo aquello que esté desplazado y de ese modo intentar volverlos a su estado original, o en su defecto reacomodarlos. Pero el axolotl tiene que comer. Yo también tengo que comer, por eso tengo que trabajar, para ganar la mayor cantidad de guita posible y, de ese modo tener una alimentación que me permita obtener una musculatura sólida acorde a las exigencias acuáticas. La comida es como el lenguaje: sincretismo puro. Y de postre seguro una fruta. Entonces le doy de comer. Tengo un frasquito amarillo que adentro tiene comida para peces, aunque para mí el axolotl no es un pez. Miro desde arriba el balanceo del agua en la pecera pero no veo al axolotl. Debería estar durmiendo. La comida para peces parece miga de cartón. Cuando tiro esas migas en la superficie del agua quedan flotando. Son como unos puntitos que van y vienen de un lado a otro, despacio, como bailando una música inaudible. Me compré un axolotl y le estoy dando de comer. Come desesperadamente. Cuando abre la boca parece que está a punto de tragarse toda el agua de la pecera. Se forma un remolino chiquito que dura menos de un segundo, apenas, podría asegurarlo. Debe tener sed. ¿Tendrá sed? ¿Tienen sed? Yo tengo la garganta rasposa, como con grumos. Los peces también deben tener sed. ¿Habrá sido esa falta la que los arrojó a la superficie de la tierra?
Un cardumen envenenado por causa de la contaminación del plástico en mal estado arrojado al mar causó la muerte de millones de personas en Japón. En un acuario norteamericano una foca se abalanzó sobre su entrenador mientras se llevaba a cabo un espectáculo y le devoró la cabeza. Dos señoras que iban corriendo por la playa de San Bernardo encontraron un perro flotando, balanceándose, sobre el agua. Creyeron que se había ahogado. Al llevarlo a la veterinaria los profesionales determinaron que una aguaviva se había colado por sus grandes orejas, causándole la pérdida de conocimiento. Un compañero del trabajo fue a pescar el fin de semana a Entre Ríos. Le había dicho a su esposa que era una salida de amigos, que por ese motivo no podía llevarla, tampoco a Kevin ni a Sofía. Antes de irse abrazó a sus hijos y besó a su esposa. Al volver mostró una foto en la que está agarrando por la cola un enorme dorado. Su felicidad por la hazaña no cabía en la foto.  Tenía otra familia en Entre Ríos.
Hasta el momento que me compré el axolotl jamás había pensado que podía comunicarme de alguna forma menos velada. De una manera elíptica todo comenzaba a cobrar cierto sentido, como en una danza, como bailarinas que a pesar de sufrir por el dolor de los dedos ensangrentados saltaran y ornamentaran sus cuerpos con satisfacción absoluta. Todo se hacía presencia y presente. La pecera, el trabajo, las muertes, el agua. El axolotl nunca dejó de mirarme en todo este tiempo. Fue testigo de hasta el más insignificante de mis movimientos, por ejemplo cuando me preparo para ir a trabajar. Tiene ojos que son dos perlas de un negro que no reluce. Cuando se mira en el cristal siente que la luz devuelve una imagen desfigurada, transfigurada en algo que podría llamarse animal.