Ese frío
domingo, mamá ultimaba detalles para el regreso a clases tras las vacaciones de
invierno. Nosotros éramos tantos hermanos que a veces teníamos la sensación de
que ella se olvidaba de algunos durante semanas, o incluso meses. Yo era El
Nadie desde hacía tiempo, años quizás, pero cuando nos pidió que le mostráramos
los cuadernos de comunicados volví al no siempre aconsejable centro de la
escena.
-Todavía no
faltaste ni una sola vez, Nadie.
-No, má
–respondí, desde las sombras del anonimato, mientras jugaba a las bolitas con
El Nada.
De quince hermanos Sandoval que éramos,
solamente tres competían siempre por los premios de fin de año de la escuela, una
de las razones de la existencia de mamá: Camila, la mayor y chica 10, era su
candidata de fierro, su mayor orgullo, la bandera a la victoria; Laura, que era
trotskista y cada tanto ganaba el de Mejor
Compañera; y Julito, que en el primer trimestre la iba de otario por orden materna
para adjudicarse, en un sprint final furioso, el menos glamoroso Alumno de Mayor Esfuerzo.
Mamá no me sacaba la mirada de encima. Y yo
temblaba.
-¿Vos sos el
que nunca se enferma?
-Sí, má. No
sé lo que es tener fiebre ni cagadera.
-¿Y cómo es que
nunca ganamos el premio de Asistencia Perfecta, Nadie?
-Eh… A veces
me gusta salir a trabajar con papá.
-Qué raro
ese boludo llevándome la contra.
Quería que mamá se olvidara de mis
condiciones naturales para asistir a clases, pero estaba muy equivocado. Al día
siguiente fui el primero en ser despertado y tuve un desayuno rico en proteínas
y vitaminas A, B, C y D, sentado en la mesa junto a Camila, mientras el resto
de mis hermanos me miraban con envidia a través del vapor hediondo de sus
lúgubres matecocidos.
Olvidaba
que mi curso ya tenía un campeón: Zanetti, siete años de Asistencia Perfecta y hasta felicitado por Eduardo Feinmann, cuando
fueron las tomas y Zanetti presentó un amparo ante la Justicia para que le
aceptaran el presente.
Único alumno presente en toda la provincia el
día que Maradona llegó a la Luna; también supo asistir en lancha durante las
inundaciones; a bordo de un autobomba, en calzoncillos y todo chamuscado, cuando
se le prendió fuego la casa; en los días de paro, cuando se corría la bola que
el gordo Baradel se alimentaba de los alumnos carneros; y, en su presencia más
célebre, al día siguiente de haberse quebrado tibia y peroné en una clase de
educación física, enyesado y en silla de ruedas, pero dando el Presente, Señorita a pesar de que la
morfina no lo dejaba ni mover los labios.
Contra esa
máquina perfecta debía combatir por una única medalla.
-Nah, vos
sos un vago –me ninguneaba un agrandado Zanetti al momento de presentar las
candidaturas–. Flores siempre se enferma por el cambio de clima. Tamara podría
ser, pero pasa que es muy pobre, la pobre… ¿Quién más está?
-Gonzalo.
-¡Ja!
Zanetti y su
madre eran diabólicos. Gonzalo era fanático de Boca, y ellos ya sabían que en
noviembre Boca jugaría una final en Japón, de usos horarios antagónicos a los nuestros.
-El día del
partido, que es a las siete de la mañana, va a faltar. Con mi mamá hasta
gritamos los goles cuando se clasificó… Sandoval, este año también es mío. No
sabés qué lindo cuando te nombran y pasás al frente en el festival y todos te
aplauden…
-Me imagino,
che.
-Después quiero
ser presidente, como Sarmiento.
-Ta bien,
Zanetti.
Al comienzo
de la primavera, el negro Flores, efectivamente, cayó engripado. Y Zanetti, que
tenía ojos en la nuca, carcajeó maléficamente cuando lo vio estornudar por
primera vez. Tamara, en cambio, quedó eliminada por error: faltó un lunes, y al
otro día se enteraría de que el paro de maestros que le habían anunciado
telefónicamente nunca había sido tal. Lo que sí hubo fue la puesta en práctica
de los tenebrosos servicios de inteligencia de la familia Zanetti, que tenían
un conocido en la AFI. Le conté a mamá el suceso y me advirtió que no aceptara
nada que viniera de un extraño. Pero la malaria que sufría en los recreos pudo
más; un día llegó a mis manos el fondo de una botella de jugo, y mi papá debió
ir a retirarme de urgencia porque me había agarrado una colitis fulminante a
los pocos minutos de haber ingerido el veneno. A la mañana siguiente, llevando
puestos unos infames pañales que mamá obligó a ponerme bajo pena de cien
cintazos, aparecí ante la atónita mirada de Zanetti y su madre, quien
certificaba ausencias desde el portón de entrada de la escuela y ya tenía
preparada la sidra y unas masitas para festejar el triunfo.
Con el fin
de evitar siniestros, y teniendo en cuenta que el patio de la escuela se había
llenado de tipos trajeados que seguían todos mis movimientos y de paso se
chamuyaban a las maestras, a partir de la cagadera yo dispuse de una custodia exclusiva. Así, dos de mis
hermanos más grandes, el Aquel y El De Allá, chupaban de antemano mis caramelos,
besuqueaban a mi noviecita, comprobaban tras cada recreo la firmeza de mi
pupitre, daban las primeras pedaleadas a mi bicicleta y me acompañaban hasta
para ir a hacer pis.
Llegué
vivo al último día de clases. Íbamos los quince hermanos meta pedaleo,
acompañados por mamá y un Cabo de la Bonaerense que había aceptado la changuita
de custodiarme esa mañana. Cuando faltaban apenas dos cuadras, a los de
vanguardia se les cruzó violentamente un auto blindado, cortándoles el paso y
aplastando bajo las ruedas a mi hermana La Esta; desde mi posición alcancé a
vislumbrar la señorial figura de Zanetti, sentado como un príncipe junto a dos
patovicas de poca monta, riéndose de la trágica muerte de mi hermana.
Rápidamente
nos desplegamos tal como habíamos ensayado. Yo iba con mi custodia asignada en
el centro del enjambre, tal como recomendaba Von Clausewitz en su famoso
tratado De la guerra, que mamá se había
leído de pé a pá. Cuando vimos bajar a la madre y la abuela de Zanetti, mamá
misma me protegió con su cuerpo de una ráfaga de ametralladora que barrió la
calle de palmo a palmo, alcanzando lamentablemente a varios de los nuestros,
que caían como moscas, pero no a mí. La abuela desdentada vino directamente a
buscarme, como un kamikaze japonés, abriéndose paso con su bastón cubierto de
alambre de púas, y logró atenazarme los tobillos, imposibilitándome la
movilidad.
Pero el
contraataque no tardó en llegar: las bombas molotov de nosotros, amuchadas en
el canasto de la bici de mi hermana La Esa, comenzaron a hacer mella en el auto
blindado; mamá se agarró de las mechas con la yegua de la Zanetti; el Cabo pudo
batir a los dos francotiradores que ellos habían apostado en la terraza de una
panadería; y por último, en el heroico acto que habría de definir la batalla,
mi hermana La Ninguna logró conectarle un voleo en los dientes a la viejita.
Esa patada me dejó el campo libre para escapar. Antes de doblar en la esquina
de la escuela vi cómo las llamas habían ganado el auto donde el infeliz de
Zanetti ya estaría quemándose vivo, vi los cuerpos de mis hermanos esparcidos
en la calle, alcancé a escuchar sirenas de todo tipo y factor acercándose al
lugar.
Con
sangresudorylágrimas, varias púas hundidas en mis tobillos, sin zapatillas, y
el guardapolvo hecho jirones, llegué al aula justo cuando mi señorita decía
“Zanetti”, el siguiente a mí y último de la lista.
-Presente,
señorita –dijo Zanetti, la mano levantada angelicalmente, sonriendo porque el
plan de contratar a un doble suyo había salido a la perfección, y a usted
Sandoval ya le puse media falta por haber llegado tarde.