Juan Francisco Secchi es un joven argentino que actualmente reside en Ámsterdam y trabaja para Netflix. Durante años se dedicó a viajar por el mundo y a escribir las experiencias que lo fueron marcando. En esta nota nos comparte dos breves historias de corazones rotos, malos viajes de hachís y lluvias épicas.
SOBRE EL MOVIMIENTO
En Las Palmas hay
muchos squats desperdigados por la zona playera. Había encontrado uno cerca del
lugar donde trabajaba y fui con un amigo australiano que tardó cuarenta y cinco
minutos en emborracharse e irse con una chica. Estuve toda la noche hablando con
hippies, viajeros y squatters. En un momento necesitaba un descanso de tanta
palabra en ingles, así que subí a una especie de balcón a fumar. Esquivé a unas
seis o siete personas que dormían en el piso de un pasillo. Ya eran las 8 de la
mañana. Abrí una lata de cerveza, prendí el cigarrillo y me senté en un sillón
destruido. Ella llegó y se sentó muy pegada al lado mío, empujándome. No la
había visto en toda la noche. Me enojé. Le ladré que al menos me pidiera
permiso. Me quiso pegar. Empezamos a discutir. Decidimos que iba a ser mejor
que llenara una mochila de camisetas y shorts y zapatillas y me mudara a su
casa para ponernos de acuerdo.
Pusimos
nuestro nombre en el sofá y en la ducha y en todas las camas. Nunca entendimos
cuánto nos odiábamos porque creíamos que nos amábamos. Era el arquetipo de la
musa indeleble de mis palabras. La excusa perfecta para olvidarme completamente
de mí mismo. Tuve que irme. Dejé nuestro sofá atrás. Pasaron meses lejos suyo.
Cayeron metros de nieve entre el sabor de su perfume y mi boca. Al principio
solía adentrarme en la maleza de mis historias para encontrarla. La buscaba en
los cimientos de mi carne y de mi espíritu, pero apenas la encontraba, se iba,
moviéndose en los laberintos de mi pensamiento.
Se
movía como un recuerdo que mutaba, en inyecciones de adrenalina y de angustia.
Se movía como una maldición sobre mis manos, que me hacía revivir el tacto de
su espalda llena de lunares, sentirlo como a un miembro fantasma. Se movía
entre espasmos y choques eléctricos en la memoria muscular de mis hombros y mis
trapecios, que se acalambraban como si la llevara otra vez en la espalda,
internados en la resaca depresiva de la cocaína. Se movía como los cuchillos de
desidia en sus mañanas disociadas. Como el amor de su cuerpo desnudo en cada
noche de vino blanco y cava y cerveza. Como las tardes encerrados esperando a
que cayera el sol y se vaciaran los vasos para que volviera a amarme. Como el
repique en el suelo de la última gota de pintura con la que intenté arreglarla.
Pasaron
sesenta y tres días, veinte horas y nueve minutos. Dejé de salir a buscarla.
Dejé de palpitar la maldición de su movimiento. Dejé de reírme solo cuando me
levanto a la noche a preparar café para dos. Entiendo hoy cuánto le mentí, y
cuántas verdades creí decirle. Cuántas veces fue solo el primer premio,
enmarcado en el Klimt viviente que es su cara, colgado en las paredes de la
galería de mis semanas. Dejé de intentar de entender por qué se mueve entre las
estaciones de mi cuerpo, dejé de creer que se escapó. El que se escapó fui yo.
El que la trató como a una obra de arte a poseer, como a la representación
inhumana e inmutable de belleza en color. Dejé que se terminara la conversación
que empezó entre su mirada y la mía el día que la conocí. Llegué a la
conclusión unilateral de que mientras más lejos la tenga, mejor voy a recordar
cada una de las pinceladas que le da cuerpo al topacio de sus iris y al rojo
eterno de su pelo. Me convencí de que no puede ser mío lo que no creo merecer.
Me convencí de que nunca iba a hacer algo para cambiar esa sensación. Y me
convencí tanto, que me fui.
Hace
poco estaba armando mi mochila para irme de vuelta, de otro lado. Encontré un
papel con un mensaje de ella envuelto en la remera gigante que siempre le
prestaba para que durmiera. Quedate, decía, y si no te quedas, volvé rápido. La
sentí de vuelta en mi pecho como si la tuviese sentada encima, quitándome el
aire. Saqué mi teléfono, y abrí su contacto. Me quedé mirando su foto: cada
pincelada de sus pecas y sus pómulos y sus labios y sus pestañas. Cerré los
ojos durante cinco minutos para sentirla viajando en las vías de mi memoria.
Guardé el teléfono en el bolsillo.
SOBRE UN TREN
Subiste al primer vagón. Yo subí por otra puerta y me senté
atrás. El tren comenzó a moverse. París-Barcelona. Uno de mis viajes
habituales. Hacía ya dos meses que nuestros caminos se habían separado. Dos
meses y tres días atrás habíamos tenido uno de esos encuentros explosivos que
parecen sacados de algún relato fantástico, de alguna obra de teatro o de
alguna canción de las viejas. El tiempo había hecho que el fuego se redujera
lentamente, entre las horas y los días y los mensajes de texto y las videollamadas.
Hacía ya diez días que no hablábamos, ni nos escribíamos, y yo sentía que había
sido tu decisión y no la mía, entonces verte en el andén fue como mirar a
Medusa a los ojos. No podía moverme mientras miraba cómo buscabas algo en tu
cartera, mientras te atabas el pelo, mientras enviabas una nota de voz en
alemán a alguien. Caí en que no me habías avisado. No habías querido que fuera
parte del viaje que estábamos haciendo juntos por casualidad. Pensé que tal vez
te habías olvidado dónde yo iba a estar, pero no, vos no sos de olvidarte de
estas cosas. Tenías una valija super grande además de tu mochila, y me llamó
mucho la atención, y tenías esa media sonrisa en tu expresión que siempre marca
tus días buenos. Entre los pibes gritando, los adultos charlando y los
cierres de las mochilas y las valijas que la gente abría y cerraba mientras el
tren se movía, me asomé al pasillo y vi tu mano y un poco de la campera de jean
que tenías puesta. Era la misma que usaste ese día en Marsaxlokk. Parate y
saludala, me exigí como una orden, pero mis pies se pegaron al piso y cerré los
ojos y apreté fuerte los apoyabrazos. Me metí por completo en la memoria de
nuestra primer noche juntos. En tu llegada de imprevisto al hotel donde yo
trabajaba, completamente empapada por la lluvia y bastante borracha. En los
vasos de agua y las historias sobre mi abuela y mi perro y mis amigos que te conté
esperando a que se te pasara. En tu respiración entrecortada, mientras dormías
en mí, en mi regazo y en el sonido de la lluvia contra el tinglado de la sala
común en la que estábamos acurrucados. Abrí los ojos y te busqué de nuevo. No
estabas. Por un momento dudé de mi lucidez, pero se abrió la puerta del baño y
saliste, y como un idiota me achiqué y escondí para que no me vieras en la
vuelta a tu asiento. Cuando te volviste a sentar, me volví a asomar. Leías un
libro. Parate, dale. Saludala, me ordené otra vez. Pero no hice nada. Y cerré
los ojos otra vez, y recordé nuestra última noche juntos. Habíamos fumado un
hachís malísimo que nos habían convidado unos italianos que vivían con
nosotros. Pasaron 15 minutos y yo estaba semi dormido mientras vos estabas
malviajando. Te pregunté que qué carajo íbamos a hacer ahora que te ibas y yo
me quedaba y te pregunté para qué nos metíamos en estos quilombo y me di cuenta
de que te estaba complicando el malviaje y entonces me quedé callado. Me
miraste cinco segundos sin decir nada y me pediste que te dejara ir afuera sola
un rato. Ok, te dije, y mientras te ibas nuestros amigos me preguntaban qué te
pasaba, y yo contestaba que nada mientras me tomaba otra cerveza y fumaba otro
cigarrillo. Y espere un rato, callado, mientras los demás hablaban, y me
pidieron que tocara la guitarra y les dije que no podía, porque la música se me
había ido al patio. Así que fui a buscarla. Salí y ahí estabas, sentada en una
reposera, lagrimeando. Te toque el hombro, y te di un beso en el cuello.
Abriste los ojos, me sonreíste, te bese, y empezó a llover a cántaros. Nos
reímos de la conveniencia poética de la lluvia. La llamé yo, te dije, y te reíste
fuerte, y te di la mano y entramos de nuevo. Estuve una hora cantando antes de
irnos a la cama.
Alguien me tocó el hombro y abrí los ojos. Miré para arriba: era un guarda. Le di el boleto y se fue. Lo miré hasta que llegó a tu asiento. Le sonreíste y se me anudó el alma. No seguí insistiendo, sabía que no me iba a parar. Y recordé nuestra última conversación en el aeropuerto, cuando te contaba cómo nos visualizaba juntos todo el tiempo. En mi realidad, en la construcción de mis ideas, en mis proyectos. Cómo te imaginaba debajo de un árbol comiendo con mi familia. Cómo en cada uno de mis sueños se abrió un casillero con tu nombre. Entre las paredes de nuestra realidad estábamos los dos, atascados y enmudecidos, hipnotizados por los perfumes de lo inevitable y con los dientes apretados del miedo a entendernos. Apostando. Proyectando. Escribiendo. Componiendo. Cerré los ojos de nuevo, y me dormí. Cuando los volví a abrir, estabas parada al lado de tu asiento. Agarraste tu mochila, y te acercaste a la puerta. No sé cuánto tiempo había pasado, pero había que bajarse. Me paré temblando y agarré mis cosas. Mis piernas empezaron a caminar despacio. El tren paró. Las puertas se abrieron. Te bajaste. Me bajé detrás tuyo. Te diste vuelta. Te miré. Me viste. Las puertas se cerraron. Sonreíste y me saludaste con un beso, y me dijiste que estabas apurada. Te fuiste corriendo. Tardé unos cinco minutos en recuperarme y empecé a caminar hasta la parada del taxi. Sonó mi celular. Te vi durmiendo, no te quise despertar, estoy de paso, cómo estás, necesito que hablemos, te extraño, hoy te llamo, te prometo, me escribías. Me quedé sin conexión. No entendía demasiado lo que estaba pasando. Me subí a un taxi con el ceño fruncido, completamente aturdido por la situación. Le di vueltas a las posibilidades en mi cabeza, unas diez mil veces. ¿Me vio pero no me despertó? ¿Me extraña? Dice que me va a llamar. Siempre cumple lo que promete. ¿Porque no me avisó que estaba acá? ¿Me está mintiendo? Me quede dormido. Me despertó el chofer en la puerta de mi casa. Cociné y abrí la computadora para mirar una serie, y empezó a sonar el teléfono. Videollamada. Atendí, y ahí estabas. Hola, me dijiste. ¿Tenés hambre? preguntaste. Estoy cocinando, te contesté. Risotto, el que te gusta. Perfecto, me dijiste. Tocaron la puerta. Fui a abrir. Me miraron tus ojos en vivo, y me sonrieron tus labios reales. Vi la valija gigante al lado tuyo. La noche quedó completamente en segundo plano. Todos mis pensamientos y mis palabras se convirtieron en conceptos errados y superfluos y etéreos, revolcados en la arena por la rompiente de tu autenticidad. Tu presencia era la fuente de mi propósito. Te agarré la mano y nos fuimos al balcón. Nos besamos y empezó a llover, a cántaros. La llamé yo, te dije. Existe para nosotros, como el resto del mundo.