La escritora Flavia Carballo nos comparte su cuento "Tué-Tué", enmarcado en un sórdido espacio patagónico. Ilustración de Juan Reca.
Les juro que esto no es cuento aunque la mentira sea
un bien preciado.
La vida en el campo nunca fue de mi agrado a pesar de
haber nacido en uno, que dicho sea de paso, estaba tan lejos de “las luces” que
me he encontrado muchas veces con la cabeza fuera de la ventana para ver pasar
el auto de Don Antonio (más viejo que la escarapela, él y el auto).
La faena de la mañana era una especie de tortura, pero
que al fin y al cabo me aseguraba la supervivencia; teníamos que ordeñar las
vacas y procesar la leche para la manteca y el queso, que después de un tiempo
vendíamos en el pueblo.
Éramos cuatro en casa; mi papá, mis dos hermanos y yo.
Fernando era el mayor, yo la del medio y Santiago el más chiquito, que acusaba
siete jóvenes años.
El trabajo se dividía en dos, una parte se hacía por
la mañana y otra por la noche; por la mañana entablábamos amistad con el ganado
y por la noche, atábamos hojas de cebolla ya que el rocío nocturno hacía que
estas fueran más manejables (cosa´e mandinga ¿vio?)
Sin embargo, a mí sólo me tocaba la parte de la
mañana, durante la noche descansaba porque mi asma se agravaba con el frío
patagónico.
Una noche, tan fría como se la puedan imaginar,
Fernando se enfermó, volaba de fiebre y tenía la famosa tos de perro. Tuve que
insistirle a mi padre que lo dejara descansar por esta vez, que yo era lo
suficientemente mujer para hacer el trabajo de un hombre. Papá sólo asintió con
la cabeza y calladito me dio las piolas para atar las cebollas.
Salimos rumbo al campo, abrigados hasta el tuétano y
empezamos el trabajo. Nunca había visto trabajar así a Santiago, sus manitos
tan chiquitas estaban cuarteadas por los cortes de las hojas, por el frío, por
la noche, por papá, por la vida.
Mamá nos dejó sin avisar, desapareció; nunca más
supimos de ella y nunca más preguntamos. Santi piensa que yo soy su madre.
Después de un par de horas atando hojas, el frío se
empezó a sentir cada vez más y le propuse a papá ir a calentar agua para cebar
unos mates mientras descansábamos un rato.
En eso que suelto las cuerdas y aparto la mirada de
las manos blancas de Santi, escucho claramente el canto de un pájaro: tué-tué,
tué-tué, tué-tué. Se me erizó la piel y sentí miedo.
Papá levantó la mano como saludando y dijo: “que le
vaya bien”. Así, a secas.
Santi y yo miramos a papá sin entender nada de lo que
había sucedido, pero el viejo nos dijo que por esa noche era suficiente trabajo
y que nos fuéramos a dormir.
Dormir fue lo que menos hice, seguí pensando en ese
canto y en las sensaciones hasta que amaneció.
Por suerte, Fernando, se estaba recuperando y se
levantó a matear con nosotros; y la charla obligada fue lo que había pasado la
noche anterior.
Le pregunté a Fer si alguna vez había escuchado ese
canto tan particular, pero sólo me dijo que preparara una rica comida y que
mandara a buscar un rico vino porque esa noche seguro íbamos a tener visitas.
Esto me pareció raro, pero tampoco me negué.
Papá salió a buscar el vino, Santi peló papas y
Fernando cortó un poco de carne que guardábamos en el saladero y la metió al
horno.
La casa se había vestido de fiesta y yo no sabía la
razón.
Cuando llegó papá le pregunté quién venía, pero no me
supo decir; todos me escondían algo que no llegaba a descubrir.
La tarde pasó como cualquier otra y cuando el sol se
escondió, los hombres se empezaron a poner nerviosos; suspiraban fuerte, se estrujaban
las manos, incluso Santiago soltó uno que otro lagrimón.
Tocan la puerta y Fernando abrió, un hombre de aspecto
rígido, de tez color oliva y olor nauseabundo entró silencioso, se sentó a la
mesa y le hizo un ademán a mi padre para que le sirviera vino.
Santi me pellizcó por lo bajo y le vi su carita entre
asustada y sorprendida; todos y todo enmudeció. Sólo recordarlo me da temor y
tristeza.
Con otro gesto nos increpó que le sirviéramos la
comida y nos invitó a sentarnos; su voz era tan descarnada como su mirada.
Accedimos ante este extraño y todo el ambiente se
tensionó y se oscureció.
Habiendo todos terminado de comer, el hombre se
levantó y nosotros con él, agradeció la velada y acarició la cabeza de Santi a
modo de juego. Nos fuimos a dormir sin cruzar ni una sola palabra.
A la mañana
siguiente, ni bien abro los ojos veo a papá y a Fer mirándome fijo y con Santi
en brazos, creí que estaba dormido.
Los ojos de papá me sembraron dolor y las lágrimas del
primogénito se aventuraron a avisarme que la blancura de Santi que yo tanto
amaba, se había ido.
Ya no era inocencia, era muerte.
Me levanté tan rápido como me permitió el momento,
miré a Fernando a los ojos y me dijo: fue el tué-tué.
Enterramos a Santi.
Tué-tué es un nahual, la metamorfosis de un brujo, que
muchas veces anuncia desgracias.
Si no se le hace el rito de forma adecuada el augurio
puede resultar en muerte.
En el caso de Santi, el tué-tué hizo caso omiso al
convite y se adueñó de su juventud y su inocencia.